TRAS las elecciones en Andalucía, los medios de comunicación hervían en números, calibrando la importancia de la pérdida de votos de la izquierda y la irrupción de la nueva extrema derecha.

Uno va ya teniendo años y cada vez cree menos en eso de que viene el lobo, aun a riesgo de que un día venga y nos devore. No estoy por tanto tan seguro de que los votos que la izquierda ha perdido fuesen tan de izquierdas ni que los nuevos sean tan de extrema derecha. De hecho, todo parece indicar que algunos de los que habían tradicionalmente votado a los primeros han ahora migrado al nuevo sector emergente. Puede que, incluso, el mapa político sea como el de la tierra, esférico, y que, por tanto, no haya extremos ni fronteras y todo el espectro de opciones sea un continuo que permite transiciones de todo tipo.

Los universitarios no somos los mejor posicionados para analizar la realidad política y social. Vivimos en un mundo relativamente pequeño y un tanto especial, el de la educación superior y de la investigación, dedicados al estudio y a la formación de las nuevas generaciones. Algunas disciplinas, como las Ciencias Sociales, en particular, están más cerca del pulso ciudadano. Los matemáticos, por el contrario, en nuestra función de ver el mundo a través del prisma de los números, las fórmulas, los teoremas y los algoritmos, tal vez seamos los que más lejos estemos de ese ir y venir cotidiano que configura lo que denominamos realidad.

No todos los humanos hablan esa lengua de los números con fluidez, ni viven ni piensan con la vista puesta en cómo sus acciones se traducen en sofisticadas fórmulas. Pero lo cierto es que cuando queremos entender lo que nos está pasando acudimos rápidamente a esa antigua ciencia, las Matemáticas.

La misma realidad se puede representar con distintos modelos y no siempre los más sofisticados son los mejores. A veces, un punto de vista algo más simplista puede ayudar a entender mejor. Tal vez por eso, por ejemplo, la imagen que la mayoría tenemos del Himalaya es la de las cumbres más altas, los ochomiles, apiñadas en la misma foto, y no la de la vista panorámica de la gigantesca cordillera. Igual también es por eso por lo que, habitualmente, el mapamundi no refleja adecuadamente la diferencia de dimensiones del océano Pacífico y el Atlántico o la razón de que en el mapa de España las Islas Canarias aparezcan en un cuadradito, debajo de las Baleares, o junto al Estrecho de Gibraltar.

Cuando aún se revisaba el recuento de los votos andaluces, una operaria del aeropuerto de París me pedía el pasaporte y, al verlo, me preguntaba de dónde era. “De Bilbao”, le dije, pensando que tendría más posibilidades de situarme en el mapa que si le hubiese dicho que era de Eibar. Y me contó que ella, de niña, cruzando Francia y la Península para llegar a su tierra natal en el centro de Marruecos, veía el cartel de Bilbao cada verano en la autopista. Me empezó entonces a hablar de Al Ándalus, de su deseo de hacer un día un largo viaje por Andalucía y de sus orígenes que, según ella, se remontaban a esa región. Evocó entonces a sus ancestros y, por un momento,pensé que podía ser descendiente de alguna de las familias sefarditas que aún guardan el recuerdo de la casa que dejaron en 1492. Pero antes de acabar mi espontánea reflexión ya me había dicho que ella era de origen árabe, y no bereber. Estuve a punto de preguntarle si había visto los resultados de las elecciones en Andalucía, pero después pensé que sería absurdo hacerlo. Ella, de origen marroquí, vive y trabaja en París, y su vínculo con la Andalucía de Al Ándalus es el que escuchó evocar en su familia y se remonta a más de cinco siglos atrás.

Si alguien cree que no se puede viajar atrás en el tiempo, sin duda se equivoca. Es perfectamente factible hacerlo con la memoria, que ni siquiera tiene por qué estar basada en experiencias reales vividas, sino que puede perfectamente estar esculpida en el poderoso código de las emociones y la imaginación.

Lo mismo ocurre en gran medida a los descendientes de los vascos en la diáspora, que asocian nuestra tierra con un hogar cálido en el que nunca vivieron, pero cuyo registro inmaterial captaron de los ancestros que los criaron.

Pensé que tal vez nos ocurra lo mismo aquí y ahora, pues a veces las preocupaciones ciudadanas no parecen corresponder con lo que un día pensamos que sería esta tierra.

Leyendo sobre el resultado electoral, caí en la cuenta de que siempre me había resultado curioso que España hubiese transitado del franquismo a un largo periodo de gobiernos progresistas de manera tan rápida y natural. También me vino a la cabeza que en cada país uno es de derechas o de izquierdas de manera distinta y que aquí lo somos sobre la base de una cultura democrática aún reciente. Y que tal vez por eso unos políticos encarcelados se han de poner en huelga de hambre mientras otros, con los que posiblemente tengan una relación cordial, desde el poder, les dicen que no hace falta que lo hagan porque tendrán un juicio justo. Tal vez también por eso la corrupción haya sido tan escandalosa, como de guion de películas taquilleras.

La realidad es a veces tan sorprendente que no hace falta echar mano de la ciencia ficción. Pero eso es bien sabido.

Y, tal vez por eso, los científicos, al fin y al cabo, estrictamente hablando, seamos los que vivimos más en la tierra, preocupados en los principios fundamentales que rigen la naturaleza. Intentar entender lo que ocurre en el día a día podría sacar a cualquiera de quicio. Y las Matemáticas están en lo cierto al considerar mundos de dimensiones y geometrías de lo más variadas, cambiantes, porque cada uno vivimos en el nuestro.

El oficio de los políticos, que apenas disponen unas horas o minutos para interpretar los resultados de unas elecciones, diseñar una estrategia y un discurso y comparecer ante los medios, debe ser bien difícil. Sin duda, lo fue para los dirigentes de izquierdas que tenían que hacerlo viajando aún en un vehículo sociológico que, tras 36 años, encaraba en línea recta una carretera que tomaba una curva pronunciada hacia la derecha. Lo debe ser más aún a sabiendas de que las cunetas están llenas de correligionarios dispuestos a apearte del coche para ponerse al volante.

La prensa, de inmediato, daba fe de las tensiones que se vivían y aún viven en la clase política, internamente en los partidos, y en las relaciones y alianzas entre unos y otros. Las casas de apuestas ya han puesto a unos la etiqueta de prejubilados y a otros de futuros gobernantes y también precio a alguna cabeza. Y todo ello ante la mera lectura de los números.

Visto lo que ocurre en Europa y en el mundo, al fin y al cabo, todo parece ser, una vez más, una manifestación de que nada escapa al poder de atracción de la media hacia la que parecen tender todos y cada uno de los países de nuestro entorno.

Es tiempo de multipartidismo, de nuevas expresiones y organizaciones políticas y lo es también de la emergencia de una nueva derecha que parece de un tiempo ya pasado, que habla sin complejos, exagerada, que algunos califican como populista, en un término que resulta curioso por emplear el concepto de “pueblo” con connotaciones negativas.

Nadie podía ahorrarnos ese trance y en él estamos. No es momento de echarse las manos a la cabeza sino de reflexionar y de actuar con serenidad y, sobre todo, de dar ejemplo a los más jóvenes, que serán, cada vez más, los que decidan sin tener como referencia lo que los adultos hemos vivido durante décadas y para quienes las redes sociales son la mayor fuente de información, de noticias rápidas, a chorro y sin anestesia.

Cada uno sabe lo que tiene que hacer en el día a día. Más difícil es decidir entre todos lo que queremos hacer colectivamente.

Analizados todos los datos, el GPS dice que viene curva a la derecha. Eso es todo. Es momento de seguir forjando el futuro, sin perder de vista el destino.