A cada momento, más cera, más bronca, más enconamiento. La bilis se desparrama en la boca de demasiados cargos públicos. No hay voluntad alguna de entendimiento. La reciente erradicación consensuada del término disminuido suena a puro espejismo. Aquí y ahora solo cuenta la descalificación permanente, el antagonismo irracional y, cómo no, el obligado alineamiento ideológico de políticos, medios y poderes influyentes para rearmar las pétreas trincheras, cada día más alejadas. La espuma política y social fluye fétida. A la agresiva interacción partidaria viene a sumarse la carga explosiva de un lenguaje discursivo cada vez más hiriente y que aniquila para mucho tiempo la esperanza de un escenario menos convulso porque su eco deja un reguero de revancha imposible de enjugar en muchos años. Malos tiempos para la razón y el diálogo sensato.

No es de recibo el misil de una vicepresidenta del Gobierno a la acción de la Justicia. Es imperiosamente reprobable la catarata de escenarios inventados por la lengua viperina de la máxima responsable de una comunidad autónoma. Con sus dardos envenenados de aviesa intención, ambas, Teresa Ribera e Isabel Díaz Ayuso respectivamente, solo contribuyen a dinamitar la paz, a agitar las aguas. Lo dijeron a conciencia, sin errores ni lapsus. Quizá Ribera necesitaba una irrupción ideológica estridente para justificar su acceso a la Federal sanchista, camino de consolidar su ambición europea. En el caso de la mandataria madrileña, llueve sobre el mojado, pero acaba calando. Cuando en esos desayunos madrileños que marcan la agenda del día y avalan estados de situación suenan encendidos aplausos para avalar alguna de las boutades de Ayuso cabe deducirse que un espectro muy cualificado de la política y economía los comparte. Curiosamente, Feijóo no levanta estas pasiones en los mismos foros y ante idéntico público, a pesar de sus denodados intentos. La carga del lenguaje resulta demoledora y Miguel Ángel Rodríguez lo sabe bien. En Génova siguen buscando la tecla.

Los letrados, al paro

Tampoco ayuda a la distensión el ninguneo y desprecio a quien piensa diferente. Se ha abierto la veda. Cuando, sin ir más lejos, varios grupos políticos desdeñan en una comisión parlamentaria del Congreso el informe de sus letrados simplemente porque les altera sus planes, porque no coincide con sus deseos, la democracia se resiente. Ha ocurrido en la ponencia sobre la manida ley de amnistía. Basta que estos expertos del Derecho advirtieran de algunas dudas constitucionales que podrían complicar la vida a Puigdemont, su abogado y el séquito de CDR para que partidos con responsabilidades de gobierno pusieran pie en pared y los silenciaran. El blanqueamiento judicial a la carta que el procès le ha pedido inexorablemente a Sánchez requiere de estas tragaderas. En caso de no cumplirse, Turull dixit, “colorín, colorado”.

Quizá se esté haciendo una inmensa bola de nieve con el perdón a los rebeldes catalanes. Al menos, así se deduce del último CIS que sitúa la amnistía en el puesto 37 de las preocupaciones de los encuestados. Posiblemente las urnas de Galicia despejarán una parte de la duda. Luego, en las europeas, el panorama quedará absolutamente despejado. Dos exámenes, por tanto, de hondo significado donde no valdrán las excusas ante las indudables repercusiones que se irán sucediendo. Para entonces, el PP habrá exprimido el limón de los plenos en el Senado. Ahí ha encontrado Feijóo el refugio para desplegar toda su artillería pesada contra el Gobierno, sabedor de que hasta ahora no logra emborronar la imagen de Sánchez recurriendo sin desmayo al latiguillo de ese entreguismo del PSOE al chantaje de Puigdemont. Tampoco queda descartado que semejante reiteración del mensaje genere una reacción contraproducente si no va acompañada de un mensaje propositivo. Como mínimo, que evite la confusión para sortear incómodas situaciones como las vividas sobre la cambiante posición del PP en relación con los partidos independentistas que han provocado un comprensible sonrojo.

El desgaste propio de una oposición, escasamente jaleada y que busca permanente agitar la calle para mantener encendida la esperanza de un cambio. A Sánchez, en cambio, le vale con posar su figura internacional en Davos delante de cuantos empresarios le habían considerado un cadáver político hace unos meses y, sin inmutarse, encima les regaña porque podían hacer algo más por la democracia.