Las palabras, por bienintencionadas que sean, no pueden con las bombas. Y sí, está muy bien que una veintena de ministros de Asuntos Exteriores se reúnan un domingo en Madrid para mostrar su solidaridad con los palestinos y renovar la apuesta por la solución de los dos Estados. Tampoco suena mal que eleven la voz, siempre midiendo cada coma, sobre el padecimiento de la población de Gaza ante lo que llaman “una guerra sin sentido militar”, a la que Israel se niega a poner fin. Del mismo modo, parece un avance que se hable de imponer sanciones al régimen que, en un año y siete meses de castigo inmisericorde, se ha llevado por delante 53.000 vidas, más de un tercio de ellas de niños. Lo que ocurre es que, cuando llega el momento de plasmar en hechos los anuncios, nos damos de bruces con la realidad. Las pretendidas sanciones, que ya son tibias de por sí, nunca llegan a fraguarse porque hay mil formas de saltárselas, porque hay miles de millones de euros en juego y, por no hacer más larga la lista de motivos, porque no hay narices para incomodar de verdad al carnicero de Tel Aviv y, menos aún, a su principal protector, el estrambótico presidente de Estados Unidos.
Así que, como denunciaba la periodista Olga Rodríguez, las pomposas declaraciones se quedan en “rondas cosméticas” o “bailes diplomáticos” (ambas expresiones son suyas), para tratar de aparentar que hacen algo y calmar la presión social que ya empiezan a sentir algunos gobiernos. El caso del Ejecutivo español es un ejemplo de libro de doble moral. Es innegable que Pedro Sánchez ha sido uno de los dirigentes de la UE que ha empleado un lenguaje más contundente contra las acciones de Israel y que ha tenido no pocos enfrentamientos con Netanyahu y sus secuaces. Pero también lo es que, a fecha de hoy, mantiene varios suculentos contratos de compra de armamento con empresas hebreas porque, según la cínica doctrina del ministro Albares, el embargo efectivo es el de venta. Cinismo de manual.