Si lo medimos en parámetros estrictamente visuales, la gran humillación de Zelenski a manos de Trump fue la que tuvo lugar en el Despacho Oval el pasado 28 de febrero. Sin embargo, creo que, en términos reales, ha sido mayor la vejación que se precipitó en los días siguientes y que se consumó anteayer en Yeda, Arabia Saudí. Soy plenamente consciente de que los titulares parecen indicar otra cosa porque abren la puerta a una tregua de treinta días. Y, sí, menos da una piedra. Pero el voluntarismo no nos deja ver que estamos hablando de la expresión de un deseo. O, mejor dicho, de un acuerdo en el que falta la parte fundamental para que se concrete. Sin el agresor, que es Rusia y nadie más que Rusia, lo que pacten Ucrania y Estados Unidos no sirve absolutamente de nada. De momento, el Kremlin ya ha dejado claro que no va a permitir que agentes externos tomen las decisiones que le corresponden en exclusiva. En este sentido, salvo que Putin y el emperador del pelo naranja tengan ya algo hablado, parece poco probable que Moscú se vaya a doblegar por las amenazas de no se sabe qué represalias lanzadas desde la Casa Blanca. Solo se avendrá primero a una tregua y después a un armisticio si se cumplen sus condiciones, que son exactamente las mismas que viene poniendo desde que, hace tres años, abrió unilateralmente las hostilidades.

O sea, que estaríamos ante una rendición monda y lironda después de 36 meses de muerte y destrucción. Obviamente, Zelenski no puede aceptar esos términos. Pero, incluso aunque no lo haga, habrá quedado patente el inmenso escarnio del que está siendo objeto. Después del revolcón público de hace dos semanas, no le quedó otra que bajar la testuz ante su abusón, dejarse llevar del ronzal a un sucedáneo de conversaciones de paz en un Estado varios metros por debajo de los estándares democráticos y, de propina, entregar en prenda sus más valiosos recursos minerales. ¿Hay algo de lo que presumir? Diría que no. – Javier Vizcaíno