Conozco el paño lo suficiente como para tener claro que la polémica respecto a la tributación al IRPF del salario mínimo está plagada de intereses creados, medias verdades y competición por la medalla del más guay a este lado del Volga. Resulta para descoyuntarse a carcajadas (o, como digo tantas veces, para llorar un océano) que coincidan en la denuncia de la cosa Sumar, EH Bildu, Podemos, el PP y, oh sí, Vox. Con argumentaciones, además, prácticamente calcadas. Del extremo de la izquierda verdadera al cabo de la derecha desorejada, se coincide en que la subida apañadita del sueldo de supervivencia se diluye en su práctica totalidad –hay quien dice que incluso en una cuantía mayor– al tener que pasar por la caja fiscal. Aunque no sea, como intuyo, para tanto, resulta evidente que el que se pretende gobierno más progresista de la galaxia no puede arrear un sablazo impositivo a quienes necesitan cada céntimo de euro literalmente como el comer. Y para reivindicar tan primario acto de justicia, me sobran todas las subidas ventajistas a la parra demagógica con la letanía del “que paguen más quienes más tienen”, que suelen llevar adosado un “mientras no sea yo mismo”. Nota al pie: los que cobran cinco o seis veces el SMI (dietas excluidas) por un curro que no les arranca una gota de sudor y se erigen en portavoces de quienes de verdad viven con lo puesto tal vez deberían mirarse en el espejo y preguntarse cómo le echan el rostro de pontificar sobre lo que, por suerte para ellos, desconocen. Cómo me gustaría ver a los culiparlantes más hiperventilados viviendo con 1.184 euros al mes. Ladrado lo anterior, miraré a lo cercano y, tirando de pragmatismo, rezaré a la deidad de la tantas veces mentada soberanía fiscal. Si no es un mito, por encima de las siglas y las consignillas, tenemos una oportunidad estupenda para ejercerla. ¿Es descabellado pedir que nuestras haciendas forales se desmarquen de la falta de empatía de la central? Ahí lo dejo.