Anda incómoda la bancada progresí. Sus más destacados miembros tratan de mimetizarse con el paisaje para no opinar sobre la presunta cancelación a la actriz Karla Sofía Gascón. Los menos prudentes se enredan en el asunto sin acabar de decidir si, como hacen de oficio cuando los señalados son fachas normativos, procede atizar con todo a la atribulada intérprete por sus tuits infectos o si se impone retorcer el argumentario oficial y abogar por el pelillos a la mar a quien hasta anteayer sacaban bajo palio y presentaban como representante del coraje y patada en la entrepierna de los tránsfobos rancios. Lo gracioso en este punto es que, al tener conocimiento del racismo vomitivo de los tuits de Gascón, no pocos de los mentados tránsfobos rancios, que también son xenófobos nauseabundos, se han declarado fervientes admiradores de la protagonista de Emilia Pérez. No sabe uno si llorar un río o partirse y mondarse al ver a lo más granado del ultramonte acusando a Netflix, productora de la película que aspira a 13 estatuillas, de practicar una intolerable censura por haber apartado de los actos de promoción previa a los Oscar a quienes ellos mismos calificaban como “un tío disfrazado de tía” y cosas aún peores. Una vez más, los papeles están cambiados, con el revelador ingrediente añadido en este caso de que los detractores y partidarios eran justo lo contrario hasta un minuto antes de que la periodista canadiense Sarah Hagi, haciendo espeleología por el viejo Twitter, encontrara y difundiera los mensajes impresentables de la diva elevada a los altares e inmediatamente arrojada al barro. Como no soy de dobles varas –bien lo saben los parroquianos de esta tasca de palabras–, tengo bastante claro que la tal Gascón, cuyo nombre escuché por primera vez hará un mes, se ha buscado su creo que ya irreversible caída en desgracia. Sus tuits son indefendibles. Y lo son independientemente de su condición de persona transgénero, que es lo que ella esgrime en su defensa haciendo un flaco favor a la causa.