EL día que murió Juan María Uriarte era prácticamente imposible encontrar una referencia en las portadas digitales de los medios editados fuera de Euskal Herria. Escudriñando hacia abajo –haciendo scroll, según su denominación técnica–, aparecía alguna pieza que, una vez leída, se comprobaba perfectamente prescindible porque abundaba en los cuatro topicazos de a duro de costumbre. Así, Monseñor Uriarte aparecía retratado groseramente como representante de una Iglesia vasca connivente o directamente al servicio de la violencia. Ni siquiera en ciertas cabeceras que uno tiene por serias se apreciaba el menor esfuerzo de profundizar una gota más. Claro que tampoco podemos pedir más si en alguna web del terruño la noticia se encabezaba como “Muere Juan María Uriarte, el obispo que medió [en otras versiones, que negoció] con ETA”, como si más de sesenta años de ministerio religioso pudieran reducirse a esa única actuación.

Por supuesto que no digo que el titular mintiera. Es público y notorio que Uriarte recibió el encargo de contactar con ETA cuando José María Aznar presidía el Gobierno español. Tampoco es un gran secreto que en muchas otras épocas y, siempre de un modo discreto y sin perder su exigencia ética ni dejar de denunciar las acciones de la banda, trabajó incansablemente para acabar con los asesinatos, los secuestros y las extorsiones. Sin duda, él y muchas otras personas de Iglesia con su nivel de compromiso contribuyeron decisivamente al nuevo tiempo tan ilusionante como imperfecto que se abrió en octubre de 2011. Pero, por mucho que el periodismo requiera de simplificación, no podemos resumir la fecunda vida y obra de Monseñor a su faceta de negociador con ETA. Igual como cura de pueblo que como obispo o fino teólogo, Juan María Uriarte participó, a veces pagando un alto precio, en innumerables iniciativas que mejoraron la vida de los más desfavorecidos.