Aunque ya lo hice esta misma semana, vuelvo a escribir sobre las sillas giratorias, apoyándome en la yenka del exministro Alberto Garzón, que tuvo que renunciar a un sustancioso puesto después de que se le revolvieran sus propios conmilitones de la izquierda. Mantengo que, en este caso concreto, había motivo, como poco, para cierto alboroto. Más que nada, porque la firma que pretendía ficharlo es un grupo de presión que representa intereses nada acordes (o incluso diametralmente opuestos) a los principios que ha defendido, siquiera de boquilla, Garzón. Hablamos, según se ha publicado, de empresas del juego, de la Liga de Fútbol Profesional española, del emporio chino Huawei o de Marruecos. Y por si faltaran motivos para la sospecha, el staff de la firma nos lleva al nivel máximo de escamamiento, cuando nos encontramos a un porrón de expolíticos que han tenido altas responsabilidades, empezando por su fundador, José -Pepiño- Blanco o, en lo que nos toca geográficamente más cerca, Alfonso Alonso. Vamos, que no hay duda de que estamos ante un contubernio de bastante difícil defensa desde posturas progresistas. El olor a trapicheo de influencias llega a Vladivostok.
Pero como lo cortés no quita lo valiente, hay una derivada de este caso que merece que le hinquemos el diente: el reenganche laboral de las personas que dejan un cargo público. Insisto en que el episodio del excoordinador de Izquierda Unida no es el mejor ejemplo, pero creo que podemos y debemos convenir en la verdad redonda que anotaba el flamante cabeza de lista del PNV por Araba a las próximas elecciones y fino articulista de los diarios del Grupo Noticias, Joseba Díez Antxustegi: “Si prohibimos trabajar después de la política, pocos van a querer entrar, pero, sobre todo, nadie va a querer salir”. Tal cual.