SE me quedó grabada a fuego aquella expresión, querido y ya añorado Jorge: “coz de caballo”. Así me definiste tu sentimiento cuando, 40 años atrás, la misma ETA de la que por entonces empezabas a alejarte asesinó a tu padre, guardia civil destinado en la aduana de Irun. En la misma entrevista (apenas han pasado catorce meses) me confesabas que te quedaste desarmado ante la dura interpelación de tu madre. “¿A quiénes apoyáis?”, te espetó, y no pudiste evitar pensar durante mucho tiempo que tú habías sido quien había matado a tu progenitor.

Luego hablamos de los silencios espesos y hedientos de una parte nada pequeña de tu mundo, en este caso, el de cultura euskaldun, donde seguirás siendo un referente imprescindible. Sin tu olfato literario y tu generosidad nos faltarían hoy un buen puñado de títulos fundamentales de la literatura en euskera; muchos de ellos, ya legendarios. Y en esa labor fuiste participando por convicción y por pura pasión, pero, con el paso de los años, cada vez con más claridad en la denuncia de la violencia de ETA. Eso era algo que se pagaba caro, por mucho que las reescrituras apresuradas de nuestra tragedia reciente pretendan que hay que olvidar y pasar página. Hablando de un editor, no escojo la metáfora por casualidad. De hecho, me niego a pasar esa página sin dejar constancia de que en el año 2000, es decir, anteayer, no fue nada bien visto por la ortodoxia que promovieras un manifiesto de personas destacadas de la cultura del país bajo el tan valiente como revelador título “El silencio no es refugio”. Qué mérito, el las 140 personas que se atrevieron a firmar. Qué retrato, el de las bastantes más que pasaron palabra porque no convenía significarse o, directamente, porque no les parecía mal que ETA siguiera haciendo limpieza de “enemigos del pueblo”. Alguno de ellos lloraba ayer tu muerte. Y sé que, desde donde estés, se lo agradeces. Se te echará en falta.