LO que quieran, pero no le llamen fatalidad, por favor. Fatalidad puede ser, qué se yo, que estés tranquilamente en la cocina de tu casa y entre por la ventana un rayo que te deje en el sitio. O que se produzca un terremoto que eche abajo tu domicilio y perezcas entre los cascotes. O, de modo más pedestre, que se te encaje en la glotis una almendra y se te apague la vida entre inútiles esfuerzos por respirar. Son todas, en efecto, situaciones altamente infrecuentes de cuyo resultado letal carece sentido buscar esta o aquella reponsabilidad.

Ni de lejos cabe decir lo mismo cuando lo que te manda al otro barrio de un rato para otro es una bala que ha penetrado en tu casa procedente del arma de un tipo que, junto a otros, se ejercitan en una batida para matar jabalís a una distancia que, como demuestran los hechos contantes, sonantes y mortíferos, está lejos de garantizar la seguridad mínima de los habitantes del entorno.

Así que, de fatalidad, nada. Casi hasta resulta forzado hablar de accidente, aunque podamos aceptarlo a regañadientes, más que nada, porque parece evidente que una persona o varias se pasaron por el forro de sus caprichos la toma de precauciones mínimas para evitar que uno de sus proyectiles acabara impactando en la cabeza de una mujer de 75 años que creía estar a salvo en su morada. “No suele ser habitual que pasen estas cosas”, se lamentaba uno de los integrantes del grupo armado que, por supuesto sin quererlo, fulminó a alguien sin más culpa que la de cobijarse bajo su propio techo. Lo tremendo es que semejante argumento cuele como excusa cuando no estamos ante una hipótesis o un cálculo estadístico sino frente al constatado abrupto final de la vida de una persona. Siendo muy generosos, una imprudencia temeraria que no debería quedar sin la preceptiva sanción penal que ojalá sirviera para evitar que se repita.