ME van a perdonar que insista, pero, como cabía esperar, el resultado final de la edición número 28 de la cumbre del clima ha sido una eme pinchada en un palo. Sí, sí, claro, me consta que los titulares gordos –me temo que incluidos los propios– hablan de un acuerdo histórico del copón y pico, argumentando que es la primera vez que se menciona la necesidad de pensar, ya si eso, en (cito el encabezado de un diario de tronío) “abrir la senda para dejar atrás los combustibles fósiles”. Los ya olvidados Tip y Coll sentenciarían “regardez la gilipuallá”. Consignar semejante vacuidad en el documento y pretender que lo celebremos como algo revolucionario es el enésimo indicativo de que estos saraos a los que la peña acude en jet privado y se celebran sin rubor en petroestados son una puñetera tomadura de pelo.

Por más manoseos que le esté dando el bien mandado y bien pagado equipo de propagandistas habituales, el resumen del texto secundado (hay que jorobarse) por doscientos estados es que hemos tardado tres decenios en admitir –y con la boca pequeña– que los combustibles fósiles son el origen de la emergencia climática que hasta las instituciones más pacatas no dudan en reconocer. Lo que falta, como en la fábula clásica, es saber quién le va a poner el cascabel al gato. Y bastante más importante que eso: cómo y cuándo.

De momento, todo lo que se nos dice en el pomposo acuerdo es que hay que ir despacito y con buena letra porque las prisas no son buenas consejeras y no todo el monte es orégano. En resumen, nada entre dos platos. Una mera declaración de buenas intenciones con un plazo lejano y difuso que esconde la certidumbre de que hoy, 14 de diciembre de 2023, no tenemos ni pajolera idea de cuáles son las alternativas reales al petróleo, el gas y (manda carallo) el carbón. Y ahí es donde nos las dan todas cumbre a cumbre.