ESCRIBÍ el otro día, con una migaja de sorna, que vivimos en la edad dorada del periodismo. Me inspiró el comentario la cabecera madrileña de cierto grupo mediático vasco de cuyo nombre no quiero acordarme que había mandado a una reportera (o así) a Cañamaque, el pueblo soriano de la madre del portavoz del PNV en el Congreso. La aguerrida tribulete del diario que hace 87 años fletó el avión que condujo a Franco a la península titulaba tal que así la pieza con la que podría aspirar al Pulitzer o, como poco, a un par de azucarillos de sus jefes: “Cañamaque, el origen soriano del RH negativo de Aitor Esteban”. Y remataba la aspirante a Tom Wolfe y/u Oriana Fallaci: “Cuando nadie le ve –y puede–, Esteban se escapa al pueblo en el que nació su madre y en el que el jeltzale vive las tradiciones como el que más”. Ni se daban cuenta la individua y sus barandas de que estaban retratando la normalidad de nuestro pecaminoso terruño. Cualquier descendiente de la inmigración española puede sentirse vasco por los cuatro costados al mismo tiempo que honra con orgullo el origen de sus ancestros.

Más modestamente, la vasquidad de este humilde tecleador es perfectamente compatible con la indecible satisfacción de ser hijo de un gallego hasta las cachas que vino a buscarse el pan a lo que entonces se llamaban “Provincias vascongadas” y bisnieto de un oriundo de Valladolid que, a comienzos del siglo XX, hizo un viaje de dos días de La Seca a Barakaldo para emplearse en Altos Hornos. Los cerriles que en aquellos años tildaban de maquetos, coreanos o belarrimotzas a nuestros ascendientes son, por fortuna, casi prehistoria. Manda bemoles que aquel esencialismo cenutrio se haya trasladado al otro lado de la línea imaginaria. Los que hoy nos reprochan que no seamos vascos “de pura cepa” son los que propugnan una españolidad casposa. Que les den. – Javier Vizcaíno