CADA uno tiene sus rarezas. Y, por lo que voy comprobando, se acentúan con el paso de los años. Miren ustedes, por ejemplo, que el pasado lunes, sin tener obligación profesional real, me planté en un desayuno informativo que tenía como protagonista al secretario general de los socialistas vascos. Diré en mi defensa que fui acompañado por alguien que, siendo bastante más joven que servidor, empieza a dar muestras preocupantes de la misma sintomatología.
Eso, por lo menos, fue cosa de un par de horas. Más grave es mi penúltimo vicio inconfesable que, en realidad, ha dejado de serlo puesto que lo estoy compartiendo con ustedes en estas líneas casi a modo de terapia. ¿Se pueden creer que estoy enganchadísimo al serial del relevo en la cúpula del PP vasco? Como lo leen. Desde que se anunció que, siguiendo cierta tradición genovesa, Núñez Feijóo procedía a la destitución en diferido de Carlos Iturgaiz –¡con un año de retraso!–, no me pierdo un capítulo de la ramplona serie que va a desembocar, el próximo 4 de noviembre, en la entronización de Javier de Andrés como nuevo responsable de la sucursal vascongada del partido del charrán, que no gaviota.
Ya les digo que no es gran cosa, pero tiene momentos muy divertidos, como asistir al cierre de filas que se ha impuesto a toque de silbato en torno al elegido, al que una analista de la prensa española, mostrando nulo conocimiento del personaje, bautizó como “el Urkullu del PP”, se lo juro. Provoca una mezcla de rubor y despiporre leer y escuchar los encendidos elogios a la figura del antiguo diputado general de Araba y exdelegado del gobierno de Rajoy provenientes, incluso, de quienes se postularon para su puesto. En realidad, también es vieja costumbre del PP vasco. Casi todos los presidentes de la cosa han sido ungidos por aclamación y, pasado un tiempo, fulminados tajantemente. Perdón por el spoiler.