DE no ser por un entusiasta titular de la prensa cortesana, se me habría pasado el noveno aniversario de la proclamación de Felipe VI como rey de España. La entregada amanuense enunciaba: “Nueve años de Felipe VI y declive republicano”. Quizá lo último sea un exceso albardado de mala baba, pero después de unos cagüentales, salvo que uno quiera hacerse trampas en el solitario, la perspectiva del tiempo nos obliga a reconocer que la operación de darle la patada al campechano y sustituirlo por su hijo les ha salido bien a los monárquicos. Si tienen memoria, les costará poco recordar que la sagrada e intocable institución había entrado en barrena. Los pufos de Urdangarin, los que ya le empezaban a asomar al hoy aparcado en Abu Dabi, sus correrías de bragueta y, como guinda, aquella caída etílica en Botsuana en compañía de su amiga y tras cargarse un elefante, provocaron el descrédito incluso entre los más afectos a la causa.

Nunca pareció estar más cerca la tercera república española. Y eso no podían permitirlo los guardianes del régimen más profundo, con el PSOE de Pérez Rubalcaba –oh, sí; vayan a la hemeroteca– en primera línea de las maniobras de rescate. Aunque entonces se antojaba imposible, lo cierto es que el trile empezó a colar muy pronto. Las terminales mediáticas de costumbre, incluyendo alguna que sigue pasando por progresí, construyeron la leyenda del Preparao. En oposición a su progenitor tarambana y adicto al dinero y las coyundas de aluvión, se nos vendió a un tipo serio, amante esposo y ejemplar padre de familia que solo levantaba la voz ante los catalanes disolventes. Y, miren, hasta hoy.