PARECE mentira que, con tanto ser de luz y tanta alma reivindicadora de las buenísimas causas, se nos haya pasado el informe que presentó Amnistía Internacional el pasado martes sobre la aplicación de la pena de muerte en todo el planeta durante 2022. Es, sencillamente, demoledor, empezando por el reconocimiento de la organización de que las estremecedoras cifras son meramente orientativas porque no hay forma de saber cuántas ejecuciones se produjeron en China, líder universal del matarile por cuenta del estado. A todo lo más que se llega es a una estimación por lo bajo en “decenas de miles”. Fíjense la barbaridad, cuando el cómputo global de las penas capitales verificadas asciende a 883 en veinte países, es decir, trescientas más que en 2021.

El principal artífice del siniestro crecimiento es Irán, donde las protestas contra la obligación del uso del velo, tan ignoradas por el feminismo fetén occidental, casi han duplicado de un año para otro las penas capitales llevadas a término; de 314 a 576. No le va a la zaga Arabia Saudí. El país donde se celebran desde hace tiempo grandes eventos futbolísticos españoles ha escalado de 65 ejecuciones en 2021 a 196 en 2022. Por supuesto, el presunto líder del mundo libre, Estados Unidos, sigue figurando en el macabro ránking, con 18 personas a las que se le dio pasaporte vía inyección letal. Un dato tremendo, pero si atendemos a la proporción en función de la población, resulta que es inferior a la que suponen las cinco ejecuciones que tuvieron lugar en el Estado de Palestina. Ahí las almas puras tienen algo sobre lo que meditar, salvo, claro, que prefieran tirar de doble vara.