SOY un tipo cenizo. No en el sentido de gafe, Belcebú me libre, sino en el de descreído por naturaleza. De hecho, mi lema no es ninguna frase grandilocuente de elevada autoría, sino la del clásico azulejo de los bares con casta: “Hace un día estupendo. Ya verás cómo viene alguno y lo jode”. Por eso, hace algo más de un año, cuando asistí a un encuentro restringido en el que se nos informó del amplio acuerdo político para impulsar la futura Ley vasca de Educación, tuve la certeza de que las maravillosas intenciones chocarían pronto con la realidad política. Es decir, politiquera. Siendo un manta en materia de pronósticos, hubo varios en los que sabía que acertaría con los ojos cerrados. El primero, que Elkarrekin Podemos, uno de los supuestos participantes del consenso, iba a ser un palo en las ruedas. Su necesidad de foco unida a la medianía de sus cabezas visibles –es la releche que Lander Martínez sea Churchill al lado de Miren Gorrotxategi– eran la garantía de que serían un dolor de muelas permanente. Y de que se borrarían en cuanto la cosa fuera en serio.

Respecto al PSE, tampoco cabía albergar grandes esperanzas. Menos, desde el extraño cambio de liderazgo que aupó a la máxima responsabilidad a alguien que carga contra su teórico socio con más frecuencia y virulencia que contra cualquier otra formación. Era de cajón que Eneko Andueza se subiría al carro cavernario de los que proclaman en falso que la nueva ley pretende expulsar al castellano de las aulas. Por triste que suene, a las puertas de unas elecciones, el mensaje vende. Quisiera equivocarme, pero me da que la norma tendrá que esperar otra legislatura. l