HUBO un tiempo en que la palabra dada solía servir para algo. Podía ser que salieran un par de caraduras como excepción a la norma, pero, en general, si alguien adquiría un compromiso, hacía todo lo posible por cumplirlo. Era una cuestión de nobleza y, al mismo tiempo, de empatía, de capacidad para ponerse en los zapatos de la otra persona. Si no te gusta que te dejen con un palmo de narices, procuras no hacerlo tú con los demás. Y este principio se aplicaba hasta hace bien poco a la hostelería. A la hora de realizar una reserva, daba igual en un local de postín que en la tasca de la esquina, bastaba con explicitar el día, la hora, el número de comensales, el menú, un nombre de pila y, por si acaso, un teléfono. Cabía que surgiera un imprevisto ante el que se echaba mano de comprensión y resignación o, como decía arriba, que algún informal no se presentara. Eran gajes del oficio.

Por desgracia, eso ha dejado de ser así. Cada vez son más frecuentes las reservas por elevación. Hay cuadrillas o familias que llaman a varios restaurantes y finalmente optan por uno de ellos, sin molestarse en advertir con tiempo al resto. Simplemente, no se presentan, y ya. Por supuesto, ni se paran a pensar en el roto económico que hacen a los locales a los que han dejado colgados de la brocha. Lo peor es que algunas organizaciones de consumidores, como Facua, amparan semejante comportamiento y se quejan por las sanciones de cancelación. Por eso celebro como una buena noticia que la Justicia haya dado la razón a un restaurante de cierto tronío de Donostia que cobró 510 euros a tres clientes incumplidores. Ojalá cunda.