SUPONGO que todos celebramos el fin de la mascarilla en los transportes. En mi caso, ya no solo por cuestiones puramente sanitarias, que sé que están en el auténtico pelotón de cola de esta tardía decisión de las autoridades (in)competentes. Simplemente, porque supone terminar con una inmensa impostura. Hasta los más concienciados, como este servidor, nos hemos limitado a usar el adminículo para evitarnos problemas. Que levante la mano quien haya respetado mínimamente las recomendaciones de uso razonable. ¿Cuánto las hemos hecho durar? Semanas, si no meses, que era cuestión de ver el aspecto de algunas, manchadas por su parte interior de pintalabios, restos de baba solidificados o vaya usted a saber qué fluidos innobles. Eso, sin contar con los dos de cada tres (principalmente, jóvenes) que las llevaban sistemáticamente debajo de la nariz.

Tienen ahí un gran campo de investigación los estudiosos de los comportamientos sociales. Resulta que no nos ha movido el deseo de preservar nuestra salud y la de nuestros congéneres, sino el miedo a que nos pusieran una multa o, como poco, nos hicieran bajar en la siguiente parada. Bien es verdad que podemos alegar que nuestros gobernantes nos han dado vía libre para obrar así. Jamás han hecho el menor esfuerzo serio para explicarnos el porqué de la obligatoriedad ni, por descontado, se han preocupado de asegurar el correcto cumplimiento de la norma. Ha sido una oportunidad perdida para que comprendiéramos la utilidad real de la mascarilla, no solo en lo más duro de la pandemia del covid, sino para evitar contagios de gripes o resfriados comunes. Otra vez será.