A veces, a uno le gustaría volver a ser joven e ingenuo. De ese modo, creería en la pureza y nobleza de las intenciones, por ejemplo, de quienes vuelven a convocar mañana a la ciudadanía a una manifestación para exigir que se cumpla la legalidad penitenciaria con los presos de ETA. Si ese es el objetivo, me sumo. De hecho, llevo escritas tropecientas columnas reclamándolo sin que se me cayeran los anillos ni me importara media hueva que los francotiradores del ultramonte me pusieran de filoetarra desorejado para arriba, o sea, para abajo. Como siempre he procurado separar la paja del trigo y mis sentimientos viscerales de las reflexiones meditadas, tengo claro que la reivindicación del respeto de los Derechos Humanos es extensible incluso a los vulneradores sistemáticos de tales derechos.

Pero mi caída del guindo no va más allá. Hasta el que reparte las cocacolas sabe que la tradicional parada de cada primer sábado de enero no tiene como fin auténtico tan encomiable demanda. Puede que haya un puñado de personas de buena voluntad que acudan con ese propósito. Pero el resto, empezando por los organizadores, lo plantean como un indisimulado acto de homenaje, reconocimiento y/o glorificación de los presos. Ni por un segundo se plantea que el motivo de su encarcelamiento sea haber acabado con centenares de vidas humanas y haber provocado un sufrimiento indecible. Y por si no quedara suficientemente claro, el nuevo logo de los conovocantes lo expresa en una palabra: Etxera. Ya no se pide el acercamiento sino directamente la amnistía de asesinos con penas no cumplidas. No en mi nombre.