SIEMPRE nos quedará París. No lo digo en plan Bogart a Ingrid Bergman en Casablanca, sino en plan tío vinagre que no simpatiza demasiado con el uso que dan muchos de mis congéneres a los patinetes eléctricos. Por una mayoría apabullante –casi un 90 por ciento, ahí queda eso–, los vecinos de la capital francesa han votado a favor de eliminar de sus calles los putapénicamente utilizados artilugios. De momento, solo los de alquiler, que son una plaga en la ciudad del Sena, y que el año pasado provocaron 400 accidentes que se saldaron con tres muertos y 459 heridos.

Por aquí abajo todavía andamos lejos de esas cifras, pero podríamos ir escarmentando en carne ajena. O, por lo menos, tomando nota. Es una evidencia que la proliferación de ese tipo de vehículos está causando, en el mejor de los casos, una enorme incomodidad de los usuarios de la vía pública, tanto calzadas como aceras. Y ya digo que eso es precio de amigo, porque lo que ha aumentado es la inseguridad o, dicho en plata, el acojono al que no son capaces de poner coto nuestras autoridades. Es verdad que en algunos municipios hay normativas al respecto. Pero también lo es que su cumplimiento, como tantas veces, parece dejarse al azar. Una multa de tanto en tanto no sirve como mensaje. Debe quedar claro que hay comportamientos que no se toleran y que se pagan con un buen mordisco al bolsillo. Por lo demás, regreso al principio de esta prédica para subrayar que no estoy contra los patinetes eléctricos en sí mismos, que me parecen un medio de transporte sostenible, sino contra los tipos que los convierten en un peligro para los demás. l