Hay músicas que no se escuchan: se caminan. El barroco es una de ellas. No entra por el oído como una consigna, sino por la suela de los zapatos, como el barro después de una lluvia antigua. En esa materia húmeda y fértil se ha metido Pedro Gandía, un violinista, concertino y director, con la joven Orquesta de Euskal Herria, no para ensuciarse por capricho, sino para recordar que la música nació con las manos manchadas y la espalda doblada, antes de aprender a posar para el retrato.

El Barroco suele presentarse como una vitrina: dorados, pelucas, el gesto elevado del tiempo detenido. Gandía ha preferido abrir la vitrina y dejar que el aire circule. En ese gesto hay algo de valentía y de pedagogía sentimental. Porque una orquesta joven no necesita primero la solemnidad, sino el pulso; no el mármol, sino la respiración. El Barroco, bien entendido, no es un museo: es una cocina donde el fuego nunca se apaga y cada receta admite variaciones.

He visto a esos músicos jóvenes entrar en la partitura como quien entra en una huerta al amanecer. Se reconocen los surcos, se respetan las semillas, pero cada mano aporta su temperatura. Gandía no les pide obediencia ciega, sino escucha: que el bajo continuo sea un suelo y no una cadena; que la ornamentación sea una sonrisa y no un gesto aprendido frente al espejo. El resultado no busca la perfección esmaltada, sino la verdad del instante. Y la verdad, como el barro, mancha.

Hay en esta inmersión algo profundamente vasco y, a la vez, mediterráneo: la conciencia del trabajo bien hecho y el gusto por la luz que se filtra. El barroco, tocado así, deja de ser un estilo para convertirse en una actitud: la de aceptar que la emoción no es lineal, que avanza a golpes de curva, que la alegría y la melancolía se sientan a la misma mesa. La joven Orquesta de Euskal Herria aprende que el tiempo no siempre camina recto; a veces baila.