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El sacacorchos

Jon Mujika

Una tierra que se agranda

Dicen que un año es poco en la vida de un país, pero puede ser un mundo entero en la vida de una persona. Y, a veces, en la vida de un servicio que nace para que nadie se quede fuera del mundo. Harreragune, el servicio vasco de acogida para personas migrantes, ha cumplido su primer año. Doce meses, apenas. Pero en ese tiempo han pasado por sus manos más de 4.000 historias, más de 4.000 vidas buscando un suelo firme donde apoyar los pies y un cielo que no caiga sobre la cabeza.

Harreragune no es un edificio ni una oficina: es un verbo. El verbo acoger, que en estos tiempos parece un lujo, o un acto de rebeldía. Allí, entre trámites, asesorías, cursos, cafés compartidos y traducciones improvisadas, ocurre algo sencillo y a la vez sagrado: una persona mira a otra persona como si fuera persona. Parece obvio, pero es milagro.

En sus pasillos se escuchan idiomas que vienen de lejos y, sin embargo, suenan familiares, porque todos dicen más o menos lo mismo: “estoy aquí, quiero empezar, déjame intentarlo”. Y esa es quizás la mayor hazaña del primer año de Harreragune: haber demostrado que la integración no es un decreto, sino un encuentro. Que la acogida no es una limosna, sino un espejo donde cada uno descubre la dignidad propia y la ajena.

Pero detrás de esas cifras –que tanto gustan a los informes, aunque no digan casi nada– está lo que no cabe en las estadísticas: las manos que tiemblan al firmar un papel, la primera llamada a la familia diciendo “estoy bien”, la llovizna sobre los hombros después de una entrevista, la sonrisa tímida de quien, por fin, entiende la frase que siempre le confundía en euskera o en castellano. El abrazo que no se cuenta porque no aparece en ningún indicador de impacto.

El primer año de Harreragune nos recuerda algo que a veces olvidamos: que los países también se construyen desde la puerta de entrada. Y que un territorio que acoge se vuelve más grande, no en kilómetros, sino en humanidad. Porque un pueblo que abre los brazos es un pueblo que se defiende de sus propios miedos.

Tal vez Harreragune sea eso: un lugar pequeño donde se realizan actos inmensos. Y quienes lo hacen posible—trabajadores, voluntarios, recién llegados—son de esa gente que, sin hacer ruido, sostienen el mundo para que no se desmorone.