En las ciudades donde el otoño llega como un susurro cansado, el 25 de noviembre suele amanecer igual que cualquier otro día: el repartidor deja el pan en la puerta, un niño llora porque no quiere ir al colegio y un gato cruza la calle con la soberbia de quien se siente eterno. Pero basta abrir el periódico o encender la radio para que, de pronto, esa normalidad se vuelva una mentira piadosa. En algún lugar -siempre demasiado cerca...- una mujer ha sido golpeada, silenciada, borrada como si la vida fuera una pizarra y ella una simple marca de tiza. Este día existe para recordarnos que ese trazo nunca debería haberse borrado.

Hay quien dice, con la misma suficiencia con que se comenta el precio del café, que estas fechas ya están demasiado vistas. Que la violencia es un asunto privado, o que la igualdad está conseguida y solo hace falta que “no exageremos tanto”. Esa palabra, exagerar, es la que utilizan los que jamás han tenido miedo al cerrar por dentro la puerta de su casa. Miedo de quien sabe que el monstruo no vive en los bosques encantados, sino en el salón, a veces sentado en el sofá viendo un partido.

El 25N, más que una efeméride, es un espejo. Si uno se mira bien, descubre que la violencia contra las mujeres no es un fracaso de ellas, sino una sombra proyectada por todos: los que callan, los que justifican, los que miran hacia otro lado mientras aseguran que no es asunto suyo. También los que, sin darse cuenta, sostienen con las palabras de siempre los viejos techos donde la desigualdad sigue anidando como un murciélago.

En estos tiempos en que la crispación lo devora todo -desde el Congreso hasta la sobremesa-, defender el 25N se ha convertido en un gesto casi revolucionario. No porque pida grandes heroísmos, sino porque exige algo mucho más difícil: humanidad.