Aveces una noticia no es solo una noticia, sino un espejo. Un espejo que nos devuelve, en forma de cifra, aquello que como sociedad preferimos no mirar. Veinticinco años. Más de 600 menores abusados. Una fundación –Agintzari– que trabaja en Bizkaia para que quienes fueron arrancados de la infancia puedan, al menos, recuperar el pulso del mundo. Esos son los datos. Pero debajo de esos datos laten las vidas, los silencios, los miedos que no salen en ninguna infografía.
El tiempo –ese que cura, ese que también araña...– es distinto para un niño roto. Para muchos de ellos, la vida dejó de tener un orden inteligible el día que un adulto decidió convertirles en un secreto. Por eso el trabajo de Agintzari tiene algo de artesanía fina, casi de orfebrería emocional: no se trata solo de acompañar, sino de recomponer sin prisa. Allí donde otros solo verían a una víctima, ellos ven a una persona que merece una brújula. Y la dan. Con psicólogos, trabajadores sociales, educadores… y también con perros.
Sí, perros. Y no es una excentricidad ni una moda. Es la constatación de que a veces la ternura llega por un camino que nosotros, los adultos, somos incapaces de recorrer. Un perro no juzga, no hace preguntas que duelen, no obliga a poner nombre al monstruo. Un perro se sienta al lado del niño y le dice, a su manera, que el mundo todavía puede ser un lugar que no asuste. Que se puede acariciar sin miedo. Que, incluso después de lo peor, existe una forma de calor.
Imagino a esos menores entrando en una sala por primera vez, temblorosos. Imagino al profesional que les recibe con la voz bajita, como si cada palabra pudiera romper algo. Y luego imagino a ese animal acercándose despacio, ofreciendo la cabeza, sin más exigencia que estar ahí. En ese gesto se condensa un tipo de esperanza que los adultos olvidamos: la esperanza que no promete nada, pero acompaña. La que no mira la herida de frente, pero la comprende.
A lo largo de 25 años, Bizkaia ha sostenido un hilo que evita que muchas vidas se deshilachen del todo. No es poca cosa. En tiempos en los que los titulares duran lo que un clic, detenerse frente a la labor de una fundación que ha tejido durante un cuarto de siglo una red contra el abismo debería servirnos para preguntarnos quién queremos ser colectivamente. Un pueblo con 600 caminos donde alguien, con un perro a su lado, ha dicho: “No estás solo”.