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Una pausa negociada

A esa hora incierta en la que el sol empieza a inclinarse como si buscara una sombra para echar la siesta, los restaurantes se han convertido en templos elásticos, capaces de doblar el tiempo igual que un camarero habilidoso dobla un mantel. Ya no existe el mediodía: existe tu mediodía, ese que llega cuando por fin se disuelve la última reunión, cuando el jefe deja de pulsar el móvil, cuando el correo electrónico tiene la cortesía de callarse.

En otro tiempo –un tiempo que ahora parece tan remoto como los menús escritos con tiza...– comer a las 13.00 era una excentricidad nórdica y hacerlo a las 16.00 un atentado contra el estómago. Hoy, en cambio, la vida laboral es un tiovivo que gira a la velocidad del calendario compartido, y los restaurantes, si quieren sobrevivir, se convierten en cronistas silenciosos de esta desbandada horaria.

Los veo a diario: establecimientos que a mediodía abren sus puertas con la misma paciencia que tiene la mar para recibir cada ola. A las 13.00 sirven almuerzos a ejecutivos que han conseguido colarse entre reuniones como quien se escapa por una rendija del tiempo. A las 16.00 acogen a diplomáticos del estrés que llegan con el nudo de la corbata flojo y el gesto de haber sobrevivido a mil batallas de Zoom.

Hay algo casi literario en esa flexibilidad: el cocinero que mantiene el caldo caliente más allá de lo razonable, los camareros que se turnan como vigías en un faro para atender al cliente tardío, la mesa solitaria que se llena cuando el reloj ya debería estar pensando en la merienda. Es un teatro discreto. Pero no nos engañemos: detrás de esta elasticidad hay una leve melancolía. La jornada laboral, ese monstruo que devora minutos, ha ido comiéndose también el rito sagrado del almuerzo, que antes era un oasis y ahora es solo una pausa negociada con la agenda.