Hay en cada gota de agua un destino secreto. Nace libre en la nube, cae con inocencia sobre los montes de Bizkaia, se filtra en los ríos, gira en los remolinos, se ensucia en el vientre oscuro de las ciudades y, cuando parece haber muerto en la cloaca, Europa —esa señora severa de mirada azul y gafas de contable— nos recuerda que nada en este mundo se acaba del todo, que hasta el agua merece una segunda oportunidad.
La noticia de que Bizkaia estudia cómo dar un segundo uso al agua que sale de las depuradoras tiene algo de justicia poética. Después de haber arrastrado los pecados líquidos de todos nosotros —nuestros jabones, detergentes, cansancios y desechos—, ese mismo caudal podría volver, purificado, a dar vida a los campos, a limpiar calles o a mover turbinas. El agua, como un antiguo actor retirado, regresaría a escena con otro papel: más humilde, más sabio, quizá más necesario para que no se nos seque el porvenir como una rama de sarmiento.
Europa obliga, dicen. Pero a veces las obligaciones son solo el disfraz de la sensatez. En un continente que ha hecho del derroche una costumbre y de la escasez un sobresalto, volver a pensar en el destino del agua equivale a mirarse en el espejo y descubrir que la modernidad no es tener grifos que manan sin cesar, sino aprender a cerrar el paso antes de vaciar el pozo.
El reciclaje de aguas residuales presenta las primeras evidencias en la antigua Grecia. Con el tiempo, el reciclaje de aguas residuales ha evolucionado gracias a los sistemas de saneamiento y tratamiento de aguas. En el medio urbano, el hábitat de quien esto escribe, puede usarse para el riego de zonas públicas, uso contra incendios y limpieza de urbanizaciones, zonas comerciales, polígonos industriales, etc. También se puede usar con fines comerciales como el lavado de automóviles, limpieza de ventanas y cristalerías de grandes edificios, y fines decorativos como las fuentes de agua.
El segundo uso del agua no debería ser un trámite administrativo ni una estrategia ecológica para quedar bien en Bruselas. Debería ser un gesto de humildad. Porque en cada litro reciclado hay una reconciliación: con la tierra, con el mar y con nosotros mismos. Si alguna vez el futuro tiene rostro, quizá se parezca al de una gota limpia que, después de haberlo visto todo, vuelve a correr libre por el cauce de un río que no ha olvidado su nombre.
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