Hay un instante, cuando el autobús se adentra en la curva lenta de la Gran Vía y las luces del atardecer se reflejan en los cristales, en que todo parece volver a tener un aire de civilización: los pasajeros adormecidos, los auriculares en los oídos, el conductor que maniobra con la calma de quien ha hecho ese trayecto mil veces. Pero ahora, en algún rincón del techo, un ojo de silicio nos observa. No es el ojo compasivo de un ángel custodio, sino el de una máquina que no pestañea, dispuesta a detectar en tiempo real cualquier gesto torcido, una voz más alta de la cuenta, una sombra de violencia.

Bizkaibus ha decidido que los autobuses tengan cámaras inteligentes y mamparas de seguridad para los conductores. El progreso –que siempre se disfraza de prudencia...– llega, una vez más, con la promesa de la seguridad. Nadie puede oponerse a que se proteja a quien cada día lleva a cientos de personas de un extremo a otro del mapa. Pero hay algo en esta mirada mecánica que deja un regusto a derrota. Ya no confiamos ni siquiera en la cortesía ajena.

La violencia en el transporte público es un síntoma de algo más profundo: una fiebre de impaciencia, de rabia muda, que recorre nuestras ciudades. El insulto al conductor no es más que la erupción visible de un malestar colectivo. Quizá por eso estas cámaras no solo registran golpes y empujones; graban, sin saberlo, la decadencia de nuestra educación sentimental. El conductor, tras su mampara, se convierte en un personaje de otro tiempo, como el taquillero que ya no toca el dinero o el cartero que dejó de llamar dos veces. Encerrado en su cápsula de metacrilato, protegido del aliento del mundo, conduce entre fantasmas. Tal vez esa barrera lo salve de una agresión, pero también lo separa del gesto amable de quien sube con la barik en la mano y dice “buenos días”.