Qué lejos quedan los viejos tiempos en que se atendía a un turista de Bilbao como a un animal abandonado o a una especie en vías de extinción. Era aquel Bilbao de txapela gris que aún se añora por la gente más nostálgica cuya principal atracción era la industria, las navieras y el dinero que llegaba en pos de la seguridad de los bancos. Todo aquello se esfumó en buena medida, ya lo saben. Y la villa cambió de paisaje, hasta el punto de que se ha convertido en un polo de atracción turística. Hay pocos rincones en Euskadi en los que se haya producido una conversión de San Pablo tan voraz como esta y es por ello que el anuncio de la aplicación de la tasa turística nos suena a chino a la gente de más edad, dicho sea con todo el respeto del mundo al lejano Oriente.
Su aplicación es un debate que, como el mar, no deja de agitarse. ¿Están de más o sobran unos cuantos?, se preguntan los más recalcitrantes. Bienvenidos sean, siempre que aportan, proclaman los fervorosos partidarios. Ambas partes tienen argumentos sólidos, así que la virtud sobre la que ha de girar cualquier decisión es la transparencia.
Más allá de la superficie, aparecen razones que justifican esta medida. Las ciudades que reciben a millones de turistas cada año enfrentan retos que van más allá de la simple hospitalidad. La infraestructura, el mantenimiento de los espacios públicos y la preservación del patrimonio cultural son solo algunas de las responsabilidades que recaen sobre los hombros de los habitantes locales. La tasa turística, en este sentido, se convierte en una herramienta para garantizar que el encanto de esos lugares no se diluya en los torrentes de la masificación.
En la otra orilla, imaginen a un viajero que llega a una ciudad vibrante, llena de historia y cultura. Con su mochila a cuestas y una sonrisa de oreja a oreja, se encuentra con la noticia de que, además de disfrutar de la gastronomía local y de perderse en sus calles, deberá abonar una tasa por el simple hecho de estar allí. La reacción inicial puede ser de sorpresa, incluso de indignación. ¿Por qué pagar por algo que debería ser un regalo?, se preguntará. Muchos de nosotros lo hemos hecho al viajar al más allá.
Si se demuestra que esa contribución va destinada a mejorar la calidad de vida de los residentes y a preservar la belleza del lugar que están visitando, quizás la resistencia inicial se transforme en un acto de solidaridad. Es una apuesta.