Uno escribe a la tremenda y, ¡zas!, lanza una proclama: “La libertad está en peligro”, pongamos por caso. Ya está liada, ¿verdad? Guerras que de tanto madurar acabarán pudriéndose, dificultades para emanciparse por la carestía de la vivienda, acosos y derribos en las redes sociales, hijos de puta que gobiernan en el régimen de terror de la violencia de género, elecciones cuyos resultados son una cuestión de fe antes que de matemáticas... La nómina es inabarcable. Pero no es este hoy un muro de lamentaciones sino un patio de recreos.
Lo acabo de vivir en el café de media mañana, cuando llegue a una conversación a medias “(...) ya apenas se ven, Y cuando encuentras uno, no puedes ni acercarte. No queda uno libre y si das con él te atracan (...)”, escuché. Intrigado, me acerqué a preguntarles. “De qué va ser hombre... ¡de los taxis!”. Lo siento, amigos del volante, la gente se queja de pura necesidad. Cuando llueve, a la salida de San Mamés o de un concierto, en el que momento en el que el transporte público cojea. Ya sé, ya, que el servicio están abierto de par en par, que la cojera de unos no es defecto de otros y que los quejicas son, por lo general, usuarios circunstanciales. Es la ley de esa selva conocida como ciudad.
Hablemos de los conductores. Cada taxista es un filósofo en su propio derecho. Desde el que te cuenta su teoría sobre cómo los extraterrestres están detrás de la escasez de aparcamiento, hasta el que te da un repaso de la historia de la ciudad mientras esquiva coches como si estuviera en un videojuego de carreras. Es como si cada viaje fuera una clase magistral de “Cosas que no sabías que necesitabas saber”. Y del pasaje, que esa es otra. Gente que no recuerda la dirección y precisa, por ejemplo, con detalles fabulosos. “Sí, hombre, sí. Lléveme al portal en el que me besé con Arantza”. Los taxis están en peligro. Lloremos la pérdida .