Cuánto no se habrá dicho y escrito sobre el perdón, un acción compleja de encasillar. ¿Es un sentimiento o una decisión? Cada cual tendrá su idea, así que para seguir por esta vía quien esto escribe anda entre brumas, sin tener muy claro a qué lado del río posicionarse. Leí, tiempo atrás, una mirada dura de Emiliano Zapata, a quien se le escuchó decir que perdonaba al que roba y al que mata, pero al que traiciona, jamás. Posándonos en esta rama será harto complicado tomar una postura. Ayer, cuando el obispo de Bilbao pidió perdón a las víctimas de abusos sexuales cometidos por la Iglesia, sonaba a un intento de reparación de una traición, habida cuenta que quienes quebraron voluntades lo hicieron al amparo de la fe. Las víctimas, por tanto, fueron atacadas cuando más tranquilas estaban. Cuando menos lo esperaban. Con alevosía. Con sinceridad: no creo que las palabras sean suficientes.

Porque el daño ya está hecho, más allá de su consideración física, ya irreparable. ¿Caben reparaciones para las víctimas traicionadas en su confianza? Lo que les decía, cada cual tendrá su parecer. Visto desde fuera, lo que sí es de agradecer es que después de tanto tiempo negando la mayor es muy valioso que aparezca en escena el obispo de Bilbao para pedir perdón para sacar de las tinieblas a quienes cayeron en esas redes y a quienes sufrieron el desprecio de que no les creyesen. Esa cicatriz, me temo, es imborrable.

Otra cuestión subyace en este espinoso tema. ¿Qué se pretende con el gesto? Por supuesto, el reconocimiento, el mea culpa, es obligado pero nunca suficiente. Una Iglesia acorde a los ritmos y sentires del siglo XXI debiera identificar, denunciar y perseguir hasta el encarcelamiento a quienes cometieron esos abusos. Sin tregua. Un castigo terrenal y duro. Perdón sí, pero no solo.