NO me encierres, no me aparques como un coche abandonado! Esas y otras peticiones truculentas –ruegos, en los casos más extremos...– de las personas mayores retumban en el corazón de no pocas familias que, incapaces de ofrecer a los suyos los cuidados que requieren (médicos o de movilidad, con problemas de salud mental que requieren una vigilancia continuada, incompatible no pocas veces con la vida laboral o de compañía...) buscan una plaza para sus mayores en una residencia que no son, contra lo que pregonan los más recelosos, un castillo de los horrores.

¿De dónde viene ese pensamiento, entonces? Las cosas han ido cambiando en las últimas décadas. Hace años, ¿se acuerdan?, había asilos que se llamaban para abuelos desamparados. Después se dio el salto a las macrorresidencias de 500 plazas, fruto de la época del desarrollismo. En los ochenta había residencias tipo hotel con encanto y en la actualidad muchos centros recuerdan a instalaciones hospitalarias. Es probable que a los buenos corazones atormentados a la hora de tomar esa decisión les vengan a la mente esas imágenes.

Pero en realidad uno sospecha que, salvo en circunstancias concretas, no es la fachada ni los muebles de interior los que despiertan ese miedo. Lo que más temen las personas mayores, sospecho, es la pérdida del espíritu hogareño, esa sensación de que te arropan los tuyos y lo tuyo. Algunos recelan por la cercanía de la soledad que tanto acecha; a otros les acoquina sentirse ya en la recta de llegada y sin fuerzas. Duele, duele en el alma verles temblorosos y temerosos. Y duele oírles que no, que no quieren irse. Uno no sabe bien –o sí lo sabe pero no quiere escucharlo...– si de su casa o de su vida.

De vez en cuando ocurre algo así, se escuchan un par de cuentos de miedo como aquellos que te sobrecogían alrededor de los fuegos de campamento o en las casas rurales, y vuelven los fantasmas. Los abandonan de noche, dicen de unos; los matan de frío, señalan de los otros. Miramos esos casos con ojos fieros, señalando a quienes provocaron la triste situación como a malhechores terribles. Sabemos que es esencial la relación entre las personas y el entorno. Pero no fue hasta los años 70 cuando se comenzó a estudiar el impacto que el entorno y los espacios tienen en el envejecimiento. Medio siglo después, no parece que se haya avanzado mucho en cuanto a las soluciones ofrecidas a las personas mayores.