HE aquín una nueva prehistoria, una nueva cueva de Santimamiñe en la que las familias en dificultades se arremolinan en el corazón de un mismo refugio para alcanzar la subsistencia. Basta el aleteo de la imaginación para pensar en algo así al recibir la noticia de la existencia de un piso piloto cuyas zonas comunes comparten varias familias desahuciadas. Pinturas en las paredes, reuniones a la hora de comer en grupo (en tribu, decíamos al referirnos a aquellos primeros moradores de la tierra...), lucha por la supervivencia al salir de la gruta. Las cosas, como ven, guardan cierto parecido.

No se trata de una comparación con ánimo de ofensa, ni para los receptores de este servicio ni para quienes les ofrecen tal salida. Es la constatación de una realidad social, de una verdad que no puede considerarse como un retraso de la civilización sino como una solución de urgencia, enriquecida con una serie de enseñanzas para que la gente que se ve desorientada aprenda a volar por su cuenta. Ese es, al parecer, el deseo de la inmensa mayoría de quienes se acercan a esta vía de escape: convertir esta solución en una estación de paso.

Es lógico que así sea porque la única manera de que la fórmula funciona es la de moverse en una organización cerrada y estanca, con reglas y horarios que nadie se puede saltar. Como quiera que se trata, a nada que uno haya vivido en la otra orilla del río, de un estilo de vida un punto incómodo resulta una zona de descanso y formación, si es que se puede decir así. Cómo ir al médico o al colegio, cómo coger un transporte público, qué habilidades tiene cada cual para ganarse la vida con un puesto de trabajo, dónde pueden ir con los niños para darles un punto de distracción en ese universo donde tanto sufren las infancias. Esas son algunos de los aprendizajes que les proponen a los desterrados hijos de Eva.