EL nombre lo dice todo. Sitúese quien esto lee en uno de esos lugares de peligrosa fama. Digamos, por ejemplo, que el Bronx, por no herir susceptibilidades cercanas. Y observa que en la misma travesía hay dos discotecas. Paraíso y Brutal, pongamos por caso. ¿A cuál de ellas entraría? Ahora sea sincero o sincera, ¿cuál les da más miedo? Es injusto, lo sé. Hay gentes de nombres hermosos y más feos que Picio y Honoratos o Adelfas dignos de una talla de Miguel Ángel. Es cierto. Pero también es cierto que si alguién siente la llamada de la sangre y es persona predispuesta a la jarana y la bronca una discoteca que se llama Brutal es una tentación morrocotuda; no me digan que no.
En los tiempos en los que la noche de Bilbao latía con fuerza el espacio del que les hablo se llamaba Distrito y su mera mención provocaba que salivasen las glándulas del disfrute. Eran otros días, ya les digo. Y otra gente. Las discotecas de entonces eran las playas en las que desembocaban las noches para mover el esqueleto. Guateque en la discoteque, decían muchos. El miedo más atroz era pasarse de rosca: con la cantidad de cubatas o con la dosis de relleno en la botella. Si la cosa iba bien incluso había quien ligaba.
Luego los tiempos cambiaron. Un anticiclón vació muchas calles antes de la medianoche y empezaron a desatarse violentas borrascas. La gente ya empezó a mirar la noche con malos ojos y se redujo la asistencia. Ganaron más espacio libre la gente violenta. Distrito dejó de llamarse Distrito y pasó a llamarse Brutal. Un simple cambio, dirán. Tiene un aforo para 400 personas por lo que hasta ahora no había necesidad de tener seguridad privada pero el vecindario está harto de reyertas, robos, peleas y problemas. Han pedido protección. Se la van a dar.