LOS príncipes a lomos de un caballo blanco y las princesas que tocan el arpa o el laúd son personajes casi de fantasía que vivían, si es que alguna vez lo hicieron y no pertenecen sólo a los cuentos de hadas, en un palacio. Hoy los palacios de ese estilo no se estilan: conllevan muchos gastos de comunidad, las piedras son fríos y los establos están vacío, habida cuenta que ya no se aprecia el caballo como medio de transporte. Eso no significa que hayan desaparecido los palacios. Al menos los palacios de cada uno, los palacios interiores.

Aparecen en escena ahora los hogares hechos a medida en sus espacios y en las necesidades de cada cual, hogares que le proporcionan a la persona inquilina el confort y la cobertura de sus necesidades. No es lo que son sino cómo le hacen sentirse a uno. Hay quien pretende ahorrar tiempo en la limpieza o quien pide aire libre al alcance de la mesa. Hay quien ama los espacios diáfanos y quien desea más metros cuadrados de los que necesita para sentirse holgado. Hay quien anhela vida de escalera y barrio y están los amantes de la soledad absoluta.

Lo que venía a decirles: pasada esa travesía en el desierto de días y días encadenados a las cuatro paredes cada cual ha descubierto sus necesidades ocultas o desconocidas, deseos que no sabía que tenía. Ahora llega una corriente de alquileres, compraventas y/o reformas que demuestran como es posible lo que le decía; levantarse un palacio interior en un puñadito de metros cuadrados. No caben el caballo ni el arpa, supongo. Pero sí es posible que uno se sienta como en casa cuando cruza la puerta de la calle. Ese es el secreto: hacer de la vivienda de cada cual ese rincón que no cambiarías por nada del mundo a no ser que tu mundo cambien. Esa es la fórmula para vivir con la mayor comodidad posible más allá de los recursos de cada cual. Una gozada. l