La triste obediencia
Corre la banda derecha con el alma en los pies, pero el alma, a veces, no basta para ser. Llegó al Athletic con la promesa del futuro en los botines: joven, veloz, formado en la cantera navarra, disciplinado, obediente del esfuerzo. Un chico de los que el fútbol moderno aplaude sin mirar, porque cumple, porque no protesta, porque entrena. Pero el fútbol –ese dios cruel que ama las pasiones más que las plantillas...– rara vez premia la obediencia.
Areso se encontró con un espejo sin reflejo. Cada partido que pasa, parece seguir corriendo dentro de una jaula invisible. No hay vuelo, no hay rebeldía. Su juego se ha quedado detenido en la línea de cal, donde el césped se acaba y comienza el miedo. Y el miedo, en el fútbol, es una herida que no sangra, pero mata despacio. El Athletic es un club que vive de historias que se cuentan como plegarias. Las gradas de San Mamés no exigen que sus jugadores ganen siempre, pero sí que se atrevan. Que suden, que inventen, que hagan del balón un acto de fe. Y Areso, por más que lo intente, no logra encender la chispa. Parece atrapado en esa versión de sí mismo que corre, que centra, que cumple… pero que no deja huella.
No es culpa suya del todo. Hay clubes que moldean, que liman las aristas hasta dejar al jugador tan pulido que ya no refleja nada. A veces uno se pregunta si el talento no es también una forma de desobediencia. Si no hace falta romper el libreto, desbordar, caerse y levantarse, para volver a ser alguien en el campo.
Areso corre. Siempre corre. Pero corre de vez en cuando hacia ninguna parte. Y en esa carrera infinita se va borrando, como una firma que el tiempo disuelve sobre la hierba. El fútbol, que a veces perdona los errores, nunca perdona la falta de historia. Es un jugador con tesón pero ahí no destaca sobre Gorosabel ni sobre Lekue y siendo, como es, uno de los fichajes con renombre, esa versión no parece suficiente para abrirse paso.
