HAY una curiosidad que lo define: es el último gol el que cuenta. ¿Los demás? Son carne de estadística. En un tiempo en el que el deporte profesional se mira y mide como se miraban aquellas pizarras sembradas de ideas abstractas por científicos semienloquecidos –pizarras gigantes repletas de fórmulas, problemas y cálculos en la Europa de los espías que habrán visto en el cine o en los reportajes documentales...– el fútbol sobrevive a la vieja usanza. Sólo el último gol cuenta, sólo el último número. Tanto da cómo jugó un equipo si perdió, poco importa el juego pobre de espíritu si se alcanzó el 1-0.

Se pregonan las alabanzas de jugar bien y es un disfrute ver un partido de lujo, pero nada comparable a una victoria de los tuyos. Pasados dos días de un gran partido, ¿qué queda? El último gol, un fast food que sacia el hambre de victoria apenas hasta la próxima vez que uno se sienta a la mesa. Eso es lo que cuenta.

Viendo ahora, en perspectiva, los números de Valverde en el nuevo San Mamés –en todo su paso por el Athletic como técnico, por extensión...– el retablo luce. Qué bien, qué hombre tan eficaz, dicen las cuentas. Pero él se sienta en el asiento más caliente del fútbol y cualquier desliz en las cuentas se le castigará como si hubiese metido mano en las cuentas, como si fuese un defraudador. Valverde y cualquiera. Es la hinchada, el coro de las tragedias griegas, la que decidirá. Si Valverde o el sursuncorda ganan el último partido serán héroes en la siguiente cerveza. Si doblan la rodilla, ya lo saben, el comentario será “¿Por qué no se va ya?”.