L dibujo poselectoral catalán tiene trazos gruesos y conocidos pero con esos mimbres hay que construir un escenario nuevo. Aunque la perspectiva de reproducir una y otra vez las mismas pautas de actuación política por parte de todos sea una tentación, sería un grave error. Un PSC amparado por el Gobierno de Estado no debería sustituir sin más a Ciudadanos en el papel de primera fuerza política ultrajada por un pacto de gobierno ajeno. Igualmente, ERC se equivocaría si se limita a relevar a JxCat en el liderazgo independentista y en la jefatura de un gobierno que no busque hojas de ruta diferentes a las que ya se agotaron. El conservacionismo tiene que ver con el activo a conservar y dista de estar claro que el modelo de procés basado en la confrontación y el testimonio de compromisos ideológicos sin margen para la materialización práctica no esté agotado. La apuesta de JxCat es consistente y dispone de apoyos sociales consolidados pero sus errores del pasado no deberían ser sus propuestas de presente. El soberanismo entusiasta de los dos millones de votantes de 2015 y 2017 se ha dejado en el camino, por circunstancias variadas -y no es menor la de la pandemia- a una cuarta parte de sus papeletas. Reactivar a ese colectivo no pasa por reeditar la aventura frustrada de la unilateralidad. En el otro extremo, la fatiga electoral es aún mayor. La ausencia de proyecto de PP y Ciudadanos para Catalunya ha sido tan nítida que sus opciones de ser alternativa se han disuelto como un azucarillo. Ese millón de votantes de hace cuatro años han reaccionado a la estrategia de la estridencia y la confrontación social con el abandono y la decepción, la mayoría, o con la radicalización en brazos de la ultraderecha. La vitola de alternativa la ha recibido el PSC pero el suyo es un potencial cuyas futuras expectativas de gobernar en Catalunya necesitan pasar imperiosamente por un cambio del ciclo político y ese horizonte no puede alcanzarse soslayando indefinidamente el debate de la plurinacionalidad del Estado. Mientras no sea así, mientras no haya espacios de consenso respetuoso entre diferentes para definir un modelo de convivencia en el que la palabra de la ciudadanía no se diluya en voluntades territorialmente ajenas, el timón de la política catalana siempre estará condicionado por la tensión de los extremos. Es momento de reconocer la legitimidad ajena como coadyuvante a la propia.