EL ataque con drones y misiles a las plantas en Abqiq y Khurais de la petrolera estatal saudí Aramco el pasado sábado y la atribución de su responsabilidad a Irán, más rotunda desde Washington que desde Riad pero en ambos casos directa, eleva a niveles extremos la tensión en el Golfo Pérsico, foco último del continuado incendio geoestratégico que desde la segunda mitad del pasado siglo se aviva continuamente en Oriente Medio. Y lo hace a pesar de que Arabia Saudí, a la espera del dictamen de la comisión investigadora enviada por la ONU, ha optado por una siquiera limitada prudencia en su reacción a un ataque que se puede considerar sorprendente por la falta de efectividad en la protección de instalaciones estratégicas del reino -también para el mercado mundial de petróleo y energía- del sistema de defensa saudí, con el tercer presupuesto más elevado del mundo tras los de EE.UU. y China e inversiones anuales en sus fuerzas armadas superiores a los 60.000 millones de euros. Ya se ha encargado, en cualquier caso, la administración Trump, enfrentada abiertamente a Teherán desde que el pasado año rompió el acuerdo nuclear con Irán (firmado junto a Rusia, China, Reino Unido, Francia y Alemania en 2015 tras dos años de intensas y difíciles negociaciones), de situar la crisis al borde de lo bélico con las declaraciones del propio Trump o de su secretario de Estado, Mike Pompeo. Aun si se reducen en la práctica al anunciado incremento de sanciones, contribuyen a cegar los cauces abiertos por la Unión Europea -por Macron en la última cumbre del G7- con el fin de recuperar el diálogo y reconducir la crisis, incluyendo una supuesta cita entre el propio Trump y Hasan Rohaní coincidente con la Asamblea de las Naciones Unidas de la próxima semana. Aunque los 18 drones y 7 misiles de producción iraní (según el Ministerio de Defensa saudí) que impactaron en las instalaciones de Abqiq y Khurais apenas lograron reducir al 50% la producción de petróleo durante unas horas y provocar un leve incremento del precio del crudo, sí parecen haber cortado de raíz la virtualidad de los intentos europeos por favorecer el deshielo entre Teherán y Washington, al que ambos se resistían justo cuando la negociación y el pragmatismo geoestratégico son más necesarios; especialmente en el Golfo Pérsico y en el volátil Oriente Medio.