Salir multitudes a la calle en desfile, o en procesión, o en manifestación no suele ser opción atractiva, ya que está sometida a obligación, o devoción, o reivindicación, circunstancias todas ellas que implican una cierta coacción de la voluntad. La calle, propiamente, debería ser espacio de libertad y complacencia a la que el personal accede por propia voluntad para cumplimentar sus asuntos, o sus compromisos o, simple y gozosamente, para darse un paseo teniendo en cuenta que el ser humano es el único animal que pasea. Por eso, cuando compruebo por advertencia conminatoria o en propia carne que la calle va a ser tomada, siento una cierta irritación porque veo mi espacio ocupado, mis compromisos aplazados, mi ocio perturbado.

El derecho a expresar públicamente el descontento, o la reivindicación, es una demanda que nunca debió ser impedida, ni mucho menos castigada como lo fue durante cuarenta años de dictadura. La privación de ese derecho y la condena por ejercerlo es señal de un estado social enfermo al que de ninguna manera deberíamos volver. Y en aras a esa libertad estructural para expresar en público las demandas colectivas, la ciudadanía debe estar dispuesta a asumir la incomodidad inherente a esa toma de la calle, con lo que significa de molestia en el ir y venir habitual de cada cual.

Pero también digo que en estos últimos tiempos, desde hace varios meses y a saber lo que aún ya esté programado, nuestras calles están siendo ocupadas casi todos los días por colectivos varios en trance de reivindicación, tanto que da la impresión de que vivimos en un país infectado de injusticia, desigualdad, arbitrariedad y abuso de poder. Llega la hora, esa hora en que se supone al máximo de personal transitando a sus cosas, y se corta la circulación, aparecen la pancarta y las banderola sindicales, atruena el megáfono con el pareado reivindicativo y pasan, y pasan, y van pasando entre chiflos y bocinas los participantes en la marcha mientras la vida se detiene hasta que aparece la luz reflectante del vehículo policial, como coche escoba, anunciando que se acabó el desfile.

No seré yo quien dude de la utilidad de la movilización callejera en apoyo a las justas reivindicaciones, y entiendo que para llamar más la atención se ocupe la calle en hora punta o en acontecimientos que implican especial concentración de gente. Pero tengo la impresión de que la excesiva reiteración de marchas reivindicativas molesta a quienes ven perturbado su normal deambular condicionado por el paso del desfile, quienes salieron a la calle con el tiempo justo y dependen de un transporte público que no llega a la hora prevista, quienes venidos de fuera se estremecen temiendo pasados altercados en nuestras calles en su día magnificados interesadamente.

Insisto en que la excesiva reiteración de las convocatorias a manifestación puede provocar un hartazgo ciudadano o, lo que quizá es peor, una indiferencia hastiada y absoluta ante la múltiple reivindicación que perturba el normal deambular por sus calles. Cierto, también, que esta osada advertencia que aquí se hace será absolutamente menospreciada por los convocantes porque, amigo, hay elecciones a la vista y conviene demostrar con la calle alterada y alborotada en protesta que esto es un desastre y que es preciso cambiar de modelo. O sea, cambiar de gobernantes. O sea, quítate tú para ponerme yo.