sexto ángel tocó la trompeta, y las cabezas de los caballos eran como cabezas de leones; y de su boca salían fuego, humo y azufre. Con las tres plagas perecieron la tercera parte de los hombres; por el fuego, y por el humo, y por el azufre que salía de su boca

La llamada guerra fría, con la amenaza latente de las armas nucleares, dejó episodios en los que, por momentos, pareció que todo podía irse al garete. El de máximo peligro, quizás, fue el de la crisis de los misiles en Cuba. Los máximos mandatarios de las dos superpotencias en conflicto reconocieron después que hubo momentos en los que ni siquiera tuvieron el control de sus propias fuerzas.

Una guerra nuclear tendría efectos a varias escalas y causaría muertes por causas diferentes. En primer lugar, por los efectos directos de las explosiones. Serían efectos térmicos -por el calor liberado y el fuego-, mecánicos -por la onda expansiva-, y químicos -por la radiactividad liberada-. Matarían a decenas o centenares de millones de personas, aunque los efectos serían locales. Las bombas de Hiroshima y Nagasaki fueron el antecedente de lo que, a mucha mayor escala, podría ocurrir.

Se producirían también efectos globales en plazos de tiempo más largos -meses-, debidos a los efectos del polvo radiactivo. Es difícil calibrar cuál sería su alcance, pues dependería, sobre todo, de la magnitud del enfrentamiento. No obstante, aunque provocase la pérdida de millones de vidas y una destrucción enorme, no sería suficiente para acabar con nuestra especie, según los datos que aporta Toby Ord en “Precipice”, harían falta diez veces más bombas atómicas que las existentes en la actualidad para acabar con gran parte de la humanidad a causa de los efectos de la radioactividad.

La mayor pérdida de vidas humanas provendría, sin embargo, de otro fenómeno, también de carácter global: el invierno nuclear. Como consecuencia de las explosiones y los incendios, finísimas partículas y el humo de los incendios ascenderían hasta la estratosfera, por encima de la altura a la que se forman las nubes y, por tanto, sin poder ser retirados por la lluvia en plazos de tiempo no demasiado largos. Esas finísimas partículas y gases liberados por la combustión generada por los incendios se extenderían por todo el globo e impedirían la llegada de la luz a la superficie de la Tierra. El efecto sería el mismo que el provocado por el impacto de un gran asteroide contra nuestro planeta o la explosión de un supervolcán de magnitud muy grande.

Las consecuencias de una fuerte reducción de la insolación serían dobles. Por un lado, se atenuaría la fotosíntesis -ese proceso por el que las plantas convierten la luz del sol en materia orgánica, y la ponen así a nuestra disposición y de los animales herbívoros-, reduciendo la producción de materia viva de forma intensa. Y por el otro, y de mayor gravedad que el efecto anterior, las temperaturas caerían en todo el planeta, bajando unos 7 oC y provocando heladas duraderas en las zonas geográficas donde más alimento se produce en la actualidad. El descenso térmico se prolongaría durante no menos de cinco años, y harían falta diez más para su recuperación. Entre tanto, sobrevendrían hambrunas, graves conflictos, destrucción y muertes.

Bajo las peores condiciones que pudieran darse, una catástrofe como esa podría acabar con la humanidad o dejarla en una postración total. Pero no parece que tal eventualidad nos deba quitar el sueño. Las opciones de que eso ocurra se estiman de una entre mil en el próximo siglo. Hay amenazas peores.