EMPECÉ en mi oficio escribiendo publirreportajes, híbrido de noticia y anuncio que se integraban en los periódicos en una calculada simulación de veracidad informativa. Se siguen haciendo, pero hoy cumplen la regla de la autenticidad al distinguir los textos con firma y sin firma. "Es publicidad todo lo que se percibe como pagado", decía mi viejo manual de J. Walter Thompson. La cosa se complicó en televisión cuando los anunciantes exigieron que los presentadores de telediarios prescribieran sus productos. Y el potaje fue brutal. Eran tiempos del monopolio de TVE, cuya dirección tomó la decisión -avanzada para la época- de impedir a los profesionales de la corporación simultanear noticias y anuncios. Con la llegada de los canales privados el desbarajuste entre lo objetivo y lo subjetivo alcanzó su plena degradación. Y en eso estamos. Ahora, Unidas Podemos pide que a los conductores de informativos se les prohíba el sobresueldo de la publi, para lo que ha incorporado una enmienda al proyecto de Ley General Audiovisual de obligado cumplimiento para emisoras públicas y privadas, con la excepción de la comunicación sin lucro. Es probable que el empacho de Matías Prats con los seguros haya sido el detonante; pero ya lo ha dejado, ¡gracias a Dios! No era el único. Ana Rosa, Piqueras, Vallés, Griso, Pedrerol, Mónica Carrillo y otros son rostros habituales del marketing. Podemos hace gala de su pulsión intervencionista. Deben ser las cadenas, motu proprio, las que protejan la objetividad e impongan límites, por su bien. Y que la conciencia crítica de los espectadores se lo demanden. Si al sesgo de cada medio le añadimos el ruido de los hombres-anuncio, tenemos un problema de credibilidad. Todos vivimos en latentes contradicciones. Es verdad que la publicidad financia la prensa libre, pero la decencia la sostiene.