Conocemos bien esta historia, mil veces contada en libros, películas y series e inspirada en la realidad. Es el relato del poderoso clan familiar que se destroza sin piedad pero con arte para alcanzar el mando ante el inminente fin del patriarca, anciano sin escrúpulos que elaboró su fortuna desde la pobreza y duda en quién confiar el relevo entre su malvada descendencia. Succession es seguramente la mejor serie dramática de este año en su tercera temporada (ya se anuncia una cuarta), después de ganar varios Emmys, Globos de Oro y otros premios. ¿Es acaso una actualización embellecida de dramas caseros como Dallas y Falcon Crest o de la tragedia de Shakespeare, El rey Lear? La diferencia es que la monumental producción de HBO es más veraz, menos moral, de una mayor densidad y con personajes entre los que no hay nadie decente, ni atisbo de excepción optimista.

Los Roy son una familia rica y disfuncional en la que ha estallado la guerra de sucesión, literalmente. Logan, el viejo líder del emporio global, piensa en Kendall, el hijo más capaz, hasta que este le traiciona. Parece que Shiv, culta, lista y sinuosa, se perfila como vencedora; pero tiene el obstáculo insuperable de ser mujer. Los demás vástagos y sus parejas no cuentan. Quedan el único sobrino nieto, el más bobo del grupo, y los altos ejecutivos de confianza. También está un hermano socialista. En este nido de víboras no faltan bajezas sexuales, homicidios, adicciones y engaños para llevarnos al mundo exacto de las altas finanzas y los bajos instintos.

Para que el podrido sistema retratado por Succession pudiera sobrevivir a su autodestrucción tendría que ocurrir un milagro: que la gente más inteligente fuera pobre y la más bondadosa, muy rica. Que alguien haga una serie con esta utopía, de la que emergiese una economía ética. Ya digo, un imposible.