S comprensible el mosqueo que exteriorizó Marcelino por el modo en que el Athletic dejó escapar el triunfo sobre Osasuna. Aunque casi al final de una rueda de prensa monotemática concedió que él y su cuerpo técnico han de hacer autocrítica o que no se trata de señalar culpables sino de hallar soluciones, no se cortó al poner el foco sobre la cadena de errores que a su juicio hizo posible el gol de Budimir. Asimismo, subrayó que su equipo fue incapaz de gestionar la ventaja cuando el tiempo se agotaba porque actuó como si fuera por detrás en el marcador.

Uno supone que la contrariedad que con tanta vehemencia exteriorizó el mister responde a que este resultado concreto a tres jornadas para la conclusión del campeonato aleja definitivamente, o casi, la posibilidad de engancharse a la lucha por una plaza europea. Pero si el Athletic termina en tierra de nadie no será por no haber sumado dos puntos más el pasado sábado. Lo sabe él y lo sabe cualquiera, puesto que en el balance de su etapa en el club aparecen diez empates. En orden cronológico ante los siguientes rivales: Valencia, Villarreal, Levante, Celta, Eibar, Real, Alavés, Betis, Valladolid y Osasuna. En la mitad marcó primero el Athletic y en tres ocasiones la igualada llegó después del minuto 85.

Más que molestia, esta sucesión de datos produce cansancio, la clase de cansancio que en vez de fomentar la resignación deriva en irritación. Es probable que fuera esta la razón de que Marcelino, aunque bien podía haberlo hecho mucho antes. Por otra parte, qué más da si ya no tiene remedio, lo de ir dejándose puntos por el camino de mala manera; además, tampoco es cuestión de sobredimensionar un episodio levemente subido de tono en un contexto, la competición, donde la tensión es condimento esencial.

Los empates más recientes, los posteriores a la segunda final de Copa, al margen de que fuesen evitables, unos más que otros y si se quiere todos en general, coinciden, salvo el de Anoeta, con la titularidad de Sancet, Villalibre y Morcillo. Coinciden asimismo con la desaparición de las alineaciones de muchos de los fijos en los planes originales de Marcelino o una participación discontinua o de escasa relevancia en minutos. Los veteranos salen al campo para jugar media hora, un cuarto de hora, diez minutos. El entrenador recurre a ellos para que aporten su saber estar y un refuerzo en la faceta física, porque estima que los chavales acusan el desgaste, algo normal al tratarse de gente no habituada a empezar los partidos, que encima se encadenan sin excesivo margen para la recuperación.

Es decir, los papeles se han intercambiado. Ahora a Williams, Raúl García e Ibai, tres tipos curtidos, les toca asumir la tarea que hasta hace un mes estaba reservada para Villalibre, Sancet y Morcillo. Y a la inversa: este trío goza de un grado de confianza para afrontar los encuentros de inicio que les estaba vetado. La primera conclusión del experimento sería que, pese a su corto bagaje en la categoría, los jóvenes se desenvuelven con bastante soltura y logran compensar sus pecadillos con una energía que salta a la vista. La segunda idea sería que los marcadores que obtienen en absoluto desmerecen y que el fútbol que sale de sus botas es sugestivo, que su atractivo compensa sobradamente los errores de precipitación y de temple detectados. Una tercera observación versaría sobre la complejidad que entraña incorporarse al juego con el partido muy avanzado. A los jóvenes les costaba enchufarse y a los veteranos le sucede tres cuartos de lo mismo. En esta tesitura, se diría que el oficio deja de ser un factor diferencial.

Marcelino se cabrea delante del micrófono, pero en su fuero interno alberga motivos para sentirse reconfortado por lo ocurrido de un mes para acá. El resultado no lo es todo.