L arte del retrato consiste en reflejar con fidelidad la apariencia del modelo, pero no solo es eso. Además, el aspecto exterior captado debe ofrecer pistas ciertas que permitan conocer al protagonista de la imagen: quién es, cómo es, cuál es su vida, qué se esconde y sin embargo se intuye detrás de unos rasgos obtenidos con oportunismo o paciencia. Si el retratado se llama Aritz Aduriz, lo primero que verán nuestros ojos será un triunfador. Alguien que sobresalió por encima de la mayoría en su desempeño profesional, que gozó de reconocimiento público y fue admirado. Una visión más detenida del semblante y la gestualidad corporal no alteraría la impresión inicial, tan potente, aunque nos conduciría por vericuetos que no suelen asociarse al éxito, cuando acaso deberían hacerlo porque en realidad nadie nace siendo estrella.

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Aduriz se despide del fútbol y del Athletic en San Mamés

A menudo se tiende a dejar en un segundo plano, o directamente obviamos, las partes negativas o menos agradecidas de la biografía de quien erigimos en líder, héroe, ídolo, referente. Es una reacción muy humana quedarse con lo bueno, máxime si la evaluación coincide con el trance de la despedida. Por puro instinto hacemos un ejercicio de contrapeso al asistir a una pérdida irreparable, en este caso el futbolista que cuelga las botas. Preferimos la versión amable, la idealización del personaje, el repaso de sus hazañas, nos refugiamos en la identificación incondicional con lo que ha representado.

Desde luego, Aduriz ha dado motivos de sobra para que la gente que se siente del Athletic esté encantada de haberle conocido de cerca. Pero más allá de una trayectoria portentosa marcada por su empeño en ir a contracorriente y saltarse la lógica del tiempo, más allá de unas estadísticas para enmarcar y de la autoridad moral que se ganó a pulso sobre el césped, no es menos cierto que en el itinerario Aduriz tuvo que gestionar demasiados reveses y desengaños.

Fue un futbolista incomprendido durante una década que necesitó completar una segunda para reivindicarse. El modo en que fue construyendo su carrera profesional no se diferencia de tantos otros proyectos de jugador que desembocaron en la indiferencia, cuando no en el más absoluto de los olvidos. Y curiosamente, los amargos episodios que le marcaron en la veintena, en la etapa en que intentaba abrirse paso en la élite, los sufrió en el Athletic.

En el club de sus amores fueron incapaces de apreciar sus virtudes recién estrenado en el primer equipo. Le abrieron la puerta, sencillamente. Pasó por Burgos y Valladolid, destinos que sugieren frío. Tampoco recibió la estima justa cuando se decidió prescindir de sus servicios a cambio de un dinero que ni se supo cobrar. Entonces tuvo al menos el consuelo de probar en destinos más cálidos en todos los sentidos, Mallorca y Valencia. Episodios tristes que en vez de desviarle de su sueño le sirvieron para ir moldeando un carácter duro, hasta demasiado, pues de lo contrario probablemente no hubiese acabado como lo ha hecho, en la antesala del quirófano después de un par de temporadas que han sido un auténtico calvario. Cualquier otro en su lugar se las hubiera ahorrado, pero él no pudo evitar dejarse guiar por su espíritu peleón, agresivo, ambicioso, terco. Quizá la respuesta final de la cadera lastimada ilustre con precisión quién es Aduriz, lo que le gustaba el fútbol y lo que sentía por el escudo que ha lucido hasta esta semana.

Ese carácter, una forma de ser que consideraba clave para haber llegado a donde finalmente llegó, en ocasiones le hizo aparecer como un tipo áspero que actúa sin contemplaciones para imponer su ley en áreas infestadas de cocodrilos. No siempre midió sus impulsos, pero es que nadie es perfecto. El bagaje adquirido en el exilio y en sus breves estancias en Bilbao le acabó conduciendo hacia su sueño. Fue en su tercera oportunidad en el Athletic, que supo recuperarle ya con 31 castañas, cuando alcanzó el cénit. Exhibió un saber estar en los últimos metros reservado a una minoría selecta y firmó 159 goles, prolongando hasta límites insospechados su idilio pendiente con el equipo que ama. Su tardío apogeo se apoyó asimismo en una genética privilegiada y en una obsesiva atención a lo que el cuerpo le decía, salvo al final del camino, cuando apuró en exceso.

Aduriz se va y deja un legado que trasciende a una envidiable colección de remates. Con él, las generaciones venideras tienen dónde mirar para entender que en el fútbol nada hay comparable al sentimiento de pertenencia al Athletic.