La investidura de Pedro Sánchez debería estar más cerca. En una pirueta de sorprendente condescendencia, propiciada sin duda por una presión agobiante, Pablo Iglesias vende al precio más alto posible su derrota personal. Con su significativo gesto, el líder de Unidas Podemos obliga al presidente en funciones a propiciar, en contra de su voluntad, el primer gobierno central de coalición de la democracia española. Después de ver cómo su acérrimo enemigo abjura de su incontenida ambición de ser algún día vicepresidente, a Sánchez se le han acabado las disculpas en la búsqueda de tan difícil entendimiento.

Con tiempo suficiente para allanar la proclamación de Sánchez sin esperar a septiembre ni mucho menos a otras elecciones que siguen causando pánico por el hastío, la izquierda también es capaz de echarlo todo a perder. No sería descartable que la coalición se enrocara en la exigencia de un gobierno de igual a igual como compensación a la generosidad de Iglesias desoyendo que los socialistas casi les triplican en diputados. Desgraciadamente ya hay un estrambótico precedente. Sin avergonzarse, la podemita Raquel Romero sigue envalentonada en su propósito de cambiar el único escaño de su grupo hasta por tres consejerías en La Rioja, mientras rescata a Esopo en medio del bochorno generalizado. Incluso, a menor escala, como si actuaran al toque de corneta desde Madrid, tampoco en Nafarroa y Aragón se ruborizan los líderes autonómicos de Unidas Podemos cuando tratan de llenar su zurrón aprovechando al máximo la debilidad del PSOE para llegar al poder.

Desde ayer, todo es distinto. Ahora, Iglesias da un paso al lado para seguir moviendo las marionetas desde las bambalinas, sin intimidaciones directas, pero siempre dentro de la función. Su larga mano mecerá la cuna para endurecer hasta el límite unas postreras negociaciones que llegan ya muy forzadas para Sánchez. Posiblemente con su cesión tan indeseada para su egoísmo haya dado la vuelta al relato, que le venía señalando con el dedo ante el riesgo de una repetición electoral. Sin duda, el presidente en funciones se ve más abocado que nunca a aceptar un desenlace que jamás imaginó en la noche victoriosa del 28-A ni siquiera cuando inventó la fórmula del gobierno de cooperación. Sin Iglesias, las excusas perderían credibilidad y empezarían a pagarse muy caras.

La izquierda se había pillado los dedos y lo sabía. Sin desquitarse todavía de sus purezas ideológicas ni de su ancestral rivalidad por la supremacía se estaba topando con la zancadilla de la vanidad para echar por tierra las ilusiones de un pacto. Aquella unidad estratégica en la moción de censura para castigar a Mariano Rajoy sigue siendo un puntual espejismo. Posiblemente porque el aceite comunista y el agua socialdemócrata se detestan cuando llegan las grandes ocasiones. Para sus líderes, lo primero es dilucidar una y otra vez la batalla interna. A este despropósito de codicia se habían reducido las discusiones personalistas entre Sánchez e Iglesias, supuestamente concebidas para la formación de un gobierno. Al fondo, sigue quedando un país sin soluciones a sus incontables reivindicaciones pendientes y de momento absorto por tan denigrante espectáculo. Ante la amenaza del hastío ciudadano por unas insoportables nuevas elecciones, que certificaría su incapacidad para el acuerdo, PSOE y Unidas Podemos parecen urgidos a buscar una desesperada tabla de salvación a dos días de la sesión de investidura.

Quizá la renuncia de Iglesias no haya sido la mejor noticia para la derecha, que sigue imaginando ese escenario ideal de unas nuevas elecciones. De una manera especial, Pablo Casado, posiblemente el candidato con menos magulladuras por este vodevil negociador. El líder del PP ha rebajado el porcentaje de equivocaciones con sus intervenciones más esporádicas y ve cómo su directo rival, Albert Rivera, se cuece en la propia salsa de la ambición, el desconcierto ideológico y la descomposición interna. Le queda por explicar la indecorosa designación del vitoriano Javier Maroto como senador por Castilla y León en representación de su Parlamento regional. Más allá de que se haya empadronado oportunistamente en Segovia para vestir el disfraz, se asiste a una compensación impropia que, desde luego, ningunea la voluntad de las urnas. Un demócrata como él nunca debió aceptar esta triquiñuela.