ERC se mueve con las manos atadas. Solo la angustiosa sensación de que se le escape la Alcaldía de Barcelona a Ernest Maragall puede explicar que un partido de semejante cintura política desprecie el guiño negociador de convertir a Miquel Iceta en presidente del Senado. A diez días de las urnas les ha podido el temor al supuesto castigo de un sector del granero independentista si apoyaban a un socialista español que respaldó el 155, aunque hable de diálogo y de indultos. Otra vez el descarado inmovilismo de cuanto peor, mejor, propugnado desde el plasma por Carles Puigdemont desbarata la voluntad de Oriol Junqueras, esa esperanza que nunca acaba por imponerse. Será apenas un chubasco en el largo serial que aún resta en torno al procés, como atenúa Gabriel Rufián, pero Pedro Sánchez se ha mojado tanto que se siente molesto, pero perseverante. La significativa apuesta de Meritxell Batet y Manuel Cruz para presidir las dos Cámaras confirma que el presidente se levanta rápido de los golpes bajos. Está acostumbrado.

En una semana agitada, el líder socialista ha pulverizado de golpe dos mantras de la derecha. Con la sonora bofetada a Iceta, que acarreará consecuencias inmediatas pero no duraderas, Sánchez demuestra que no tiene pacto alguno con el independentismo. A su vez, la sorprendente detención en tiempo de campaña de Josu Ternera evidencia que la cacareada connivencia con los etarras simplemente es un bulo. Pablo Casado y Albert Rivera tienen que resetear su argumentario.

El rechazo a Iceta no es una buena señal para la distensión tan deseada. Más allá del palmario ninguneo al fair play parlamentario -¿existirá todavía?-, alimenta fundamentalmente la mutua desconfianza del puente aéreo. Es fácil imaginar que al día siguiente de las elecciones locales ERC sacará su cara más amable como si no hubiera pasado nada. Pero su veto ha dejado huella al enviar el mensaje de que a partir de ahora ya no habrá gesto alguno sin contrapartida. Esta exigencia es letal porque encierra un error de principio al subestimar el poder del Estado. Un pulso de este calibre a unos meses de la sentencia y de los posibles indultos del procés suena a temeridad, a paso mal medido.

Se intuye un mal rollo en la apertura de la nueva legislatura. Posiblemente suponga el simple augurio de ese tiempo emponzoñado que queda por sufrir en el Congreso. Las orillas se han alejado tanto en una campaña tan ideologizada que los primeros compases parlamentarios solo pueden rezumar hostilidad. Por si fuera poco, la presencia puntual de los diputados encausados por el Supremo añadirá las suficientes gotas de incongruencia.

Al combate acudirá encorajinada la derecha porque lleva pintada la derrota en la cara y eso escuece. Además, ya no se fían entre sí porque han comprendido que Andalucía es una quimera difícilmente repetible. En el caso del PP, todavía le queda pasar el cáliz del esperado estropicio de Madrid y la pérdida de poder en varias comunidades. A la izquierda le aguarda, en cambio, el reto de decidir cómo administran su timorata mayoría entre demasiada desconfianza. Y a ERC, esperar a las urnas del 26-M antes de quitarse las ataduras. Si se atreve.