estas alturas de calvario pandémico es presumible que tengamos, si no meridianamente claro lo qué es la carga viral, sí al menos de forma somera lo que significa; así que incluso una neófita puede informarse de que es la estimación de partículas virales en los fluidos corporales y que su medida proporciona el control terapéutico de virosis crónicas (VIH por ejemplo) o pasajeras, como esperemos sea la actual. Lo que resulta más difícil de asimilar para el ciudadano de a pie es que haya reinfectados después de padecerla o de estar vacunados, y mucho más que ya inmunizados podamos ser transmisores, ¡manda huevos!, que diría el ministro. Pero la carga viral y las nuevas cepas delta/lambda/gamma/iota y las que seguirán del alfabeto, lo explican todo, porque los virus propenden a reproducirse con profusión y a cambiar de chaqueta proteica al socaire de estos ciclos reproductivos. Y al parecer, cuando cambian de vestido son más peligrosos, su umbral de carga infecciosa baja y ¡zas! nos pasean por la patología e incluso por el hospital o más allá. Son parásitos estrictos, me dice mi médica, y se adaptan como un guante a nuestra mano, porque conviven en nosotros y no les conviene que muramos, ni mucho ni todos, porque se quedarían sin hábitat para refocilarse; simplemente están dentro y de vez en cuando nos recuerdan que lo están.

Tras la reflexión vírica puramente sanitaria, al ver los terroríficos incendios en Turquía, Grecia o más cerca en El Tiemblo en Ávila, entra cierto temble que, porque tenemos en el interior el germen del desastre si no se controla la carga vírica climática, por ejemplo, empleando más medios de prevención.

Todos hemos degustado productos Nestlé, así que saber que muchos de sus helados contienen el estabilizante E-410 con óxido de etileno, producto cancerígeno, es algo intranquilizante, porque llevamos dentro el germen de la ambición para alterando ciertos factores obtener más beneficio.

En este país, un tal S. A., preclaro miembro beneficiario de múltiples chiringuitos oficiales, voxeaba contra ellos; quizá tuviera razón porque los conociera tan bien desde dentro. Pero hete aquí que de 17.160 organismos públicos que presuntamente existen en el Estado, la ministra M. J. Montero, responsable del ramo, reconoce que 1002 son de origen desconocido, vamos, huérfanas de padre/madre o de ambos. Fundaciones, consorcios, asociaciones, entidades públicas o semipúblicas..., chiringuitos en argot voxpopulachero, que todos saben bien quienes la gestaron, para qué surgieron y con qué fin las creó quienes lo hicieron, pero que ahora parecen incluseros. Mil entidades públicas sin padre, ni tan siquiera putativo, me parecen muchas, demasiadas para no considerarlas una peligrosa carga vírica que en cualquier momento puede causar infección grave en el cuerpo social. O tal vez no, y en este país caminemos por el sendero de lazarillos y buscones. Como el virus del chiringuito público está en auge, también en Euskadi, quizá pudiéramos atajarlo con alguna vacuna, aunque quizá muchos prefieran que todo siga en el anonimato de carga viral controlada.

Viendo el incremento de compraventa de viviendas en el Estado en los últimos meses, me pregunto si la insidiosa carga vírica del pelotazo inmobiliario que anida en nosotros no lleva camino de resurgir hasta niveles de burbuja patológica.

En fin, el 6 y 9 agosto de 1945 las bombas atómicas segaron 150.000 vidas directas y muchas más indirectas en Hiroshima y Nagasaki. Sin embargo, en el olvido histórico diseñado, hablamos de Chernobil como la mayor catástrofe nuclear.

Son como los virus, si son muchos nos matan, pero si no los hubiera, nos moriríamos.