la puerta del caserío del aitite había una piedra que sobresalía; su fiel rucio solo tropezó el primer día, nunca más. Yo lo hacía cuantas veces me acercaba. ¡Porca piedra, torpe humana!

Los experimentos mejor con gaseosa, por si acaso. En Utrecht no lo entendieron así y el 3-4 de julio organizaron como “experimento social” el festival Verknipt con 20.000 asistentes a la usanza precovid-19, sin mascarilla, ni distancia, ni control sanitario. Resultado: 448 infectados el primer día y 516 el segundo. Aquí no hay festivales de ese tenor, pero sí viajes fin de curso; olvidándonos de lo que sucedía hace exactamente un año, podríamos pensar que gozamos repitiendo tropiezos. Y que los tropiezos lo hagan más los jóvenes está transitando de anécdota a categoría.

Hace pocos días desataron un fútil rifirrafe político entre el chuletón presidencial, las críticas cínicas de los bien nutridos de la diestra siniestra y la necesidad sanitaria y medioambiental de reducir el consumo de carne al nivel de necesidad proteica, el 12% de nuestra ingesta diaria total. Me temo que nos trastabillamos día sí y día también en la grasa de la carne del mismo hueso. Porque en el Estado, para un millón de hogares abrir la nevera es un viaje al vacío; de hecho, 2,5 millones de conciudadanos no pueden permitirse comer carne, pollo o pescado cada dos días como norma nutricional. Elevado a escala de planeta Tierra, para los 700 millones que pasan hambre y para los 3.000 millones que no pueden pagarse una dieta saludable, la discusión del chuletón es la disyuntiva de Carpanta entre servilleta de papel o de tela. Seguimos recreando el tropezón.

Al mismo tiempo, en España se tiran al año 1,3 millones de toneladas de alimentos, suficiente para alimentar a 1,2 millones de familias. En la UE, con lo desechado podría alimentarse a 200 millones. En los 54 países más ricos del mundo se tira un quinto de los alimentos, 120 kg/año cada habitante. Volvemos a tropezar en la misma insidia, porque año tras año rellenamos el cubo de basura con frutas, verduras, pan, leche, yogures, queso, pasta ... que aún podrían utilizarse. El derroche cuesta dinero, no mitiga el hambre, despilfarra recursos naturales y el mercadeo de alimentos incrementa los gases invernadero, alejando la frontera agrícola, lo que suma contaminación y acelera el cambio climático. No sé si decir planeta basura, pero sí planeta sobrecalentado y sobreexplotado que el próximo 29 de julio agotará los recursos correspondientes a este año, en adelante viviremos de préstamo ecológico. El mismo tropezón de cada año, de cada lustro.

En 1972, científicos del Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT) pronosticaban que a mediados del siglo XXI la sociedad humana sufriría un colapso, porque ansiaba solo el crecimiento económico olvidándose de los costos ambientales y sociales. Un estudio reciente de la compañía KPMG compara sus resultados con los del MIT-1972 y llega a conclusiones similares: el colapso de nuestra sociedad se augura para 2040. No desapareceremos, pero el chuletón como metonimia del progreso económico y meta única de la población, nos abocará a pagar caro el ninguneo de los riesgos sociales y ambientales. Nuestro nivel de vida se esfumará. No será la primera vez que ocurra, pero solo el burro no tropezaba en la piedra que todos sabíamos que estaba allí.

Ya hay un millón de voluntarios para viajar gratis a la luna en 2023 dentro del proyecto dearMoon/querida luna de Yusaku Maezaw. Tiran por la tangente, pero ante la perspectiva de un chuletón menguante, muchos elegirían quedarse.

nlauzirika@deia.eus