A los humanos nos gustan las certezas, a la mayoría nos suele asustar lo desconocido y nos producen zozobra las incertidumbres. Aunque de hecho naveguemos durante toda nuestra vida en sus olas rompientes, si no vemos físicamente al enemigo es cuando la inquietud pasa de anécdota personal a categoría social. Estamos en ello, porque un virus de cien nanómetros no solo es difícil de ver sino hasta de detectar, lo que da combustible a bulos que soliviantan a quienes niegan que las PCR sean fiables como detector de su presencia. En consecuencia, proliferan las manifestaciones antimascarilla como las de Colón, Roma o Berlín; del no a la distancia física o distanciamiento social, como en la fiesta de proclamación de Trump, las proclamas en pro del ocio descontrolado, de fiestas multitudinarias y reuniones familiares descontroladas€ sabiendo como sabemos que son precisamente estas protecciones físicas las únicas que hoy por hoy garantizan cierta seguridad de salud. Y peor que las manifestaciones son las leyes dictadas al parecer para que no se cumplan, porque no se observa un control muy riguroso sobre los muchos que están sin las protecciones obligatorias en lugares públicos como calles o bares€, y no sé de ahora en adelante si también en zonas laborales, colegios o universidades. Que seamos cabeza de contagios en un estado líder en el número porcentual de infectados no dice mucho de nuestra responsabilidad como ciudadanos. Permea la impresión comunitaria de que ya vivimos en la etapa de la certeza, falsaria evidentemente, y que solo cuando te tocan de cerca las consecuencias fatales finales es cuando la certeza de verdad te arrumba tus postulados de inhibición de la seguridad.

Estas semanas he hablado con bastantes científicos, he leído y escuchado a muchos otros y todos me transmiten la misma idea: que hay muchas preguntas sobre este virus y su expansión pandémica, pero pocas respuestas. "Quizá, tal vez, es posible, estamos a la espera de resultados concluyentes, a lo mejor, veamos cómo evoluciona€". Es su modo habitual de opinar. Nada nuevo que no suceda en tantas otras realidades de la ciencia y de la salud. Ellos solo certifican que el no contacto entre nosotros es nuestra mejor relación con el virus. La diferencia está pues en nuestras respuestas sociales, de ciudadanía, laboral, educativa, económica, de política informativa€ para que no tengamos un retroceso y volvamos a morir€ a pesar de la vacuna o de posibles vacunas, cercanas sí, pero no como Santo Grial ni bálsamo de Fierabrás.

Es posible que el subconsciente colectivo esté esperando a que el número de muertos se estabilice en unos parámetros que socialmente sean admisibles para dar por superado el proceso. Ya lo hacemos con la gripe: cada año, en los tres meses de epidemia estacional de influenza se producen entre 6.500 y 15.000 fallecidos, pero no es pandemia ni se establecen controles o restricciones especiales. Son las muertes previsibles y conocidas, una certeza periódica. Con esta certeza en el número de muertos asumibles ya viviremos más tranquilos.

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