El 17 de diciembre del 2010 estallaron en Túnez disturbios callejeros que el mundo occidental se precipito en calificar de "primavera árabe", lo que fue un disparate mayúsculo. Porque ni hubo primavera, ni lo que hubo fue árabe. Porque Túnez es magrebí y no árabe; el movimiento no fue el inicio de una mejora social -la pretendida "primavera"-, sino el de una protesta popular sangrientamente reprimida; y para colmo, no duró tres meses, como la primavera climatológica, sino dos años largos.

Y dos años de represiones gubernamentales, decepciones populares y convulsiones sociales que desembocaron en una de las peores plagas políticas del mundo musulmán: el nacimiento del Estado Islámico.

En realidad, lo que sucedió el 17 de diciembre de 2010 en Túnez no fue más que un golpe de Estado, arropado y camuflado con el remolino del descontento popular por la mala situación económica. Y tres cuartos de lo mismo fue ocurriendo en rápida sucesión en Egipto, Libia, Yemen, Irak y Siria, aunque en todos estos países -a diferencia de la crisis tunecina- la intervención extranjera jugó un papel muy importante y relativamente disimulado.

En resumen: eran crisis económicas de sistemas autoritarios, pero la prensa occidental vio -como casi siempre- lo que quiso ver; y los Gobiernos occidentales hicieron ver -como siempre- lo que más les convenía que se tragara la opinión pública. Pero en esos territorios, sobre todo en los del Oriente Medio y Próximo, el resultado de las convulsiones políticas fue un debilitamiento catastrófico de las estructuras sociopolíticas. Se puede decir que -con la excepción de Egipto- en todo el área se generó un vació de poder y de esperanzas que permitió la aparición del Estado Islámico (EI). Y no solo surgió él, sino que todo el precario equilibrio político de esa parte del mundo se fue al garete.

Ese vacío, evidenciado hasta la saciedad tras la derrota militar del EI, potenció las aspiraciones de protagonismo de Turquía e Irán, dos países de ambiciones casi incompatibles y que complican ahora mucho más la convivencia de esa parte del mundo.

Se puede decir que hoy la ola de descontento popular que estalló hace diez años sigue vigente y más aguda que nunca. Pero sus torpes conatos de rebelión lo han aprovechado los regímenes autoritarios para afianzarse nuevamente en el poder.

Y si así las sociedades han acabado por ser controladas por la fuerza, las crisis económica y social siguen abiertas. Porque ni han surgido ideas y programas para salir del marasmo, ni tampoco dirigentes con suficiente carisma como para generar la confianza del pueblo -¡ y de los inversores !- necesaria para calmar los ánimos y emprender reformas.

Con otras palabras, lo que se quiso ver hace diez años como una primavera árabe no es hoy más que un gélido invierno de buena parte del mundo islámico.